La tentación absoluta

La tentación absoluta

Por María Negroni
¿Jura usted decir toda la verdad y nada más que la verdad? ¿Reconoce haber tenido una emoción conmigo? ¿Le consta que fuimos dos amantes letales, dos escorpiones en un vaso, bebiéndose el océano y la noche? ¿Jura usted no entregarse? ¿No canjear esta pena por nada? Entonces él la muerde, se atraviesa en sus labios prohibidos y accede a aquello que lo pierde. La felicidad tarda en cicatrizar.
Estas frases contienen, a mi entender, el meollo argumental del film. En ellas se escucha el diálogo invisible, la temperie emocional que dos cuerpos traman en medio de imágenes blancas, tan blancas que encandilan. Once upon a time a time a time. Siempre la misma historia, la misma geometría, la misma dirección severa del deseo.
Man Wanted , dice el cartel que el forastero ve desde la ruta, al comienzo del film. Nunca un cartel fue más veraz. El forastero lo lee con displicencia, desde su perspectiva de hombre joven, atractivo, fóbico a las ataduras, que se mueve por la vida haciendo autoestop. El dueño del lugar (Nick/Cecil Kellaway), un tipo no del todo insufrible, un poco idiota y acaso sádico, le ofrece el trabajo con insistencia. El forastero (Frank/John Garfield) entra en la fonda y se sienta a la barra a esperar que el dueño se desocupe en la estación de servicio. Entonces se abre una puerta y entra una rubia mortal. La mujer del patrón (Cora/Lana Turner), de blanco inmaculado, tacos altos, turbante, shorts , camisa anudada bajo los senos, se pinta los labios mirándose en un espejo de mano, dejando caer la tapa del rouge . Silencio. Por un instante eterno, los personajes desaparecen. Sólo existe el derrotero ciego de la tapa del rouge hasta los pies de él. Cuando él se agacha para recogerla, la cámara en bajo angular sube como sus ojos (como los nuestros) radiografiando en el cuerpo de Lana Turner la muñeca fatal, su ponzoña infalible.
No hace falta nada más. Se han visto y ahora están ahí, flechados, mirándose con desconfianza, como si una fuerza desconocida los obligara a esconder, bajo los gestos del frío, algo que los quema. Registrada la atracción -su fatalidad maravillosa-, la desmesura toma las riendas. ¿Qué otra cosa es un amante sino alguien tentado por lo absoluto? Lo que sigue es el futuro que ya empezó cuando la tapa del rouge les mostraba el camino a lo indescifrable.
Es cierto que la pareja imantada podría fugarse, lanzarse a una vida nómade, de animalitos salvajes. Pero esa opción no es viable: Cora tiene ambiciones y no se muere por ensuciarse el vestido en la ruta. La otra opción es brutal: eliminar, lisa y llanamente, al marido, corriendo los riesgos del caso. Esos riesgos son graves y no sólo incluyen la cárcel. ¿Qué pasará cuando supriman el triángulo amoroso? ¿Podrán amarse igual sin la barrera del marido? ¿Qué prohibición les mantendrá los decibeles del deseo?
La decisión no tarda, las temidas respuestas tampoco. Porque apenas cometido el crimen, los amantes descubren lo que ya sabían: que, librados a sí mismos, no tienen sitio adónde ir ni tiempo. Irremediablemente el deseo cede y lo suplanta el recelo: una red de traiciones recíprocas (reales o imaginarias, da igual) los envuelve, obligándolos a transformarse en piezas de un ajedrez sexual que termina como empezó, en el fraseo violento de una disputa de poder.
Acaso, por eso, después del crimen, el film cambia abruptamente de escenario y pone a los personajes en medio de tres instituciones asépticas: el hospital donde se recupera Frank, la morgue que alberga el cadáver de Nick y la corte judicial donde se juzga a Cora, la “asesina de la botella”. A la oscuridad sinuosa de las noches del cuerpo (a esas noches sedientas que podían durar días), opone los estrados de una corte diurna, con sus abogados y fiscales, sus testigos y jurados, sus corrupciones y su mala fe, donde se escribe el texto, no menos peligroso, de la realidad.
Esta experiencia es demoledora: se diría que los amantes salen de ella transformados en despojos, en harapos cínicamente sucios. No importa que resulten por “milagro” exonerados y puedan volver a la fonda del comienzo. Ya nada será igual. Han mentido, abjuraron de sí mismos, traicionaron lo que fueron y, peor aún, lo que se prometían ser. ¿Cómo recuperar las felices cacerías del comienzo? Ni siquiera el alcohol puede ayudarlos. Ningún narcótico alcanzaría para acallar esa mezcla estentórea de reproches y pesadillas que es ahora su vida.
“With your brains and my looks “, había dicho Cora a poco de conocer a Frank, ” we can go places. ” “Con tu cerebro y mi físico, podemos llegar lejos.” (La frase fue tomada por James M. Cain de George Bernard Shaw.) Pero ahora la función pronominal está invertida (Cora es el cerebro de la fonda, y al apuesto Frank sólo le cabe ser mesero).
Así las cosas, el final se precipita. Cora aparece con la noticia de un embarazo que podría reconciliarlos, pero ya es, indefectiblemente, tarde para eso. Las cosas se han duplicado a lo largo del film, volviéndose siniestras. Dos fueron los intentos de matar al marido, dos las huidas de Frank, dos los gatos de la mala suerte. También la muerte llegará dos veces, como el cartero, para probar que, de ciertos motivos, es imposible huir.
Tay Garnett dirigió este clásico del cine negro en 1946, basándose en la novela homónima de James M. Cain (1892-1977), ese escritor “de estilo servicial y eficaz” que, al decir de Borges y Bioy Casares, “sobresale en la invención y descripción de caracteres brutales y de situaciones de apasionada violencia”. Cain, que fue periodista, descendiente de una familia irlandesa y católica, editor del New Yorker , amante de la ópera, veterano de la Primera Guerra, promotor de un sindicato de escritores (que nunca se concretó) y prolífico en matrimonios (se casó cuatro veces), escribió también Double Indemnity ( Pacto de sangre ), que fue llevada al cine en 1944 por Billy Wilder.
El dato es curioso y casi innecesario, dado que cualquiera que haya visto ambos films percibirá enseguida las coincidencias. El triángulo amoroso, la presencia de una “bomba rubia”, el deseo como detonante de la ruina, la exhaustiva planificación del crimen, la existencia de una póliza de seguros por accidentes (que podría sugerir que la mujer tuvo otros motivos para actuar), y hasta el hecho de que ella conduzca el vehículo cuando el amante, escondido en el asiento de atrás, asesta al marido el golpe mortal, son elementos prácticamente calcados.
Sin embargo, el estilo Cain es mucho más “servicial” en El cartero llama dos veces que en Pacto de sangre . No sólo son más generosas las escenas sexuales; son también más feroces, más gráficas y virulentas. La lujuria, podría decirse, se toca con la violencia y, en tal sentido, incita a emociones crudas, superando ampliamente el efecto obtenido en Double Indemnity . “Entonces la vi”, dice Frank narrando el primer encuentro con Cora. “Tenía una mirada hosca, y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.” Y más tarde, ya en plena acción: “La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos hilillos rojos corrían por su cuello”.
Muchas son, por lo demás, las alusiones a la animalidad, tanto de Cora como de él mismo. “Yo podía sentir su olor”, dice Frank, o: “Mi aliento rugía en el fondo de mi garganta, como si yo fuese algún animal”. De aquí a la escena en que los amantes comprenden que Nick ha muerto y se preparan a simular el “accidente” al borde del abismo, no hay más que un paso. “Empecé a rasgarle la blusa y a arrancarle los botones para que pareciera maltrecha. Podía sentir su respiración agitada. ¡Sí, Frank, sí! ¡Desgárramela! ¡Desgárramela! Lo hice. Introduje una mano bajo su blusa y di un tirón. El cuerpo de Cora quedó al descubierto desde el cuello hasta el vientre. Parecía la bisabuela de todas las rameras del mundo. Rodó por tierra. Un instante después me había arrojado sobre ella; nuestros ojos se miraban fijamente, y estábamos abrazados y luchando por fundirnos el uno en el otro. El infierno podía habérsenos abierto en aquel instante, y no me hubiera importado nada. Tenía que ser mía, aunque me ahorcasen por ello. Y lo fue.”
De El cartero llama dos veces existen varias versiones, pero ni la famosa remake de Bob Rafelson (1981) con Jack Nicholson y Jessica Lange, ni el film precursor de Luchino Visconti ( Ossessione , 1943), con su invencible carga de melancolía, superan la turbia fascinación que ejerce aún hoy la versión estadounidense de los años 40 con toda su ingenuidad manchada y su visible anacronismo.
Algo se logra aquí que está ausente en los otros films. Acaso una prosodia, una música visual a la medida de un mundo saturado de sombras, de personajes fallidos, de fronteras borrosas entre lo posible y lo recomendable, donde una contravoz poderosa arrasa con todo lo que se interpone y lo lleva, entre la nostalgia y el cinismo, hacia una erótica de la catástrofe.
LA NACION