Los costos de ser un dios

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Los costos de ser un dios

Por Miguel Espeche
No es fácil ser tratado como dios. No estamos los humanos diseñados para eso. Claro que hay distintos tipos de dioses y distintas formas de ver la divinidad. Sin embargo, todas las deidades existentes o imaginadas tienen en común un rasgo que las distingue: son entidades que están más allá de nosotros y no requieren de nuestra humana existencia para ser.

Maradona, ese hombre que murió triste y de una manera conmovedoramente humana, fue un chico que nació en Villa Fiorito y que, por razones varias (entre ellas, su capacidad de hacer maravillas en el fútbol), fue elevado hacia un rango sobrehumano, pagando las consecuencias del caso. Más allá de la pasión que lo gobernaba de manera huracanada, y de la proyección que una parte de la sociedad hace sobre su persona, vale, desde su ejemplo, pensar qué efectos tiene en cualquier humano el hecho de mirarse en el espejo de sus semejantes y ver que estos le devuelven una imagen que lo proclama dios, dejándolo en ese cielo solitario que es la casa de toda deidad que se precie.

No se discute acá la pertinencia de la existencia de un mito viviente a través del cual un pueblo se reconoce en ciertas virtudes y glorias, o, por otro lado, si ese endiosamiento apunta a ser un narcótico que hace olvidar las penurias del dolor y el olvido. La idea aquí es solo pensar acerca de lo que le pasa a la encarnada humanidad de aquel que es tratado como sobrehumano, y tiene que pasar sus días con esa carga. La presión es enorme, y por momentos desoladora. Habitar aquel Olimpo es una suerte de exilio que ni siquiera tiene palabra para ser nombrado como tal, ya que muchos lo consideran “lo mejor que te puede pasar”. Los ejemplos de hombres y mujeres llevados a la condición de semidioses son muchas veces trágicos, ya que al educarse en la idea de estar más allá de las leyes de los humanos, buscan a tientas, habitualmente a través de la transgresión, un “otro” que les marque presencia y los saque de la desolación.

En la Roma antigua tenían el buen tino de recordarles a los generales que retornaban a la ciudad investidos por la victoria que eran mortales, no dioses. “Recuerda que eres mortal”, le decía al general un soldado que lo acompañaba sobre el carruaje con ese fin, mientras desfilaba victorioso ante el pueblo, que clamaba la deificación del caso. No todos tienen esa sabiduría o la oportunidad de tener (o aceptar) alguien a su lado que repita “recuerda que eres mortal”, para no sucumbir a la hipnosis de la vivencia omnipotente.

El albedrío humano tiene misterios que ni la más profunda de las ciencias puede descifrar. Por qué algunos pueden manejar la enorme fuerza de la proyección colectiva que los eleva a los altares sin ser devorados por ese supuesto amor antropófago, mientras que otros se funden con esa proyección y elevan la apuesta, desafiando las leyes del mundo con abusos, jugando al límite de muchas diferentes maneras. Una cosa es traer al mundo el fuego de los dioses, y otra es ser un dios. Quizás lo mejor sea ver a Maradona como aquel que trajo la antorcha de lo divino, y no como aquel que se quemó con el fuego de la misma.

Mientras tanto, a la vez que los videos de su gloria futbolera siguen generando deleite y la polémica por su vida turbulenta y arrasadora sigue su camino, nos quedamos con su última imagen filmada, conmovedora. En ella, mientras se ve a Maradona caminando con dificultad a unos metros, se escucha a un chiquito que lo saluda desde su inocencia. Es en ese momento que Diego, no el dios, sino el hombre frágil que camina apoyado en sus ayudantes, devuelve el saludo con ternura y generosidad. El hombre que era Diego Maradona, herido y todo tras cargar casi toda una vida con el peso del endiosamiento, peso que no siempre supo manejar, en su último gesto sí supo saludar con afecto a ese chiquito, semejante al que él fue allá en Fiorito, cuando todo era puro y no había que trabajar de dios para ser querido.
LA NACION

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