El aire que entra: Sobre el perdón como una forma de libertad emocional

El aire que entra: Sobre el perdón como una forma de libertad emocional

Hay heridas que no se cierran con justicia, sino con aire. Hay dolores que no se superan: se respiran distinto.

El perdón no es una virtud, ni una obligación.
Es un movimiento interno, un cambio de respiración.
No nace de la razón ni del deber; florece en el corazón cansado, cuando la herida deja de buscar reparación y sólo desea descanso.

Perdonar no es absolver al otro:
es dejar de ser guardián de un pasado que ya no nos pertenece.
Es mirar la herida sin pedirle explicación, y sentir —como el campo tras la tormenta— que la vida aún quiere brotar.

El rencor nos inmoviliza. Nos endurece en nombre de la dignidad. Pero el perdón, sin prometer justicia, derrite. No borra la forma: la libera. En ese deshielo hay algo tembloroso, casi infantil, como si el alma volviera a tener piel.

En los días de John Clare, el viento era un dios menor que movía los juncos con sabiduría silenciosa. Así imagino el perdón:
como un soplo que despeina el alma,
una brisa que levanta los escombros del orgullo.
Y en esa leve sacudida, el corazón se vuelve humilde, fértil, libre.

Keats habría dicho que toda belleza lleva su sombra, y que sólo quien la acepta puede amar de verdad.
Perdonar, entonces, es besar la sombra: reconocer que el dolor fue real, pero no merece eternidad.
El perdón no borra: transfigura. Donde antes hubo herida, ahora hay memoria. Donde antes hubo temor, ahora hay luz que se cuela por la grieta.

No hay victoria en el perdón.
No hay coro ni aplauso.
Sólo una claridad tranquila, parecida al amanecer después del llanto.
Y sin embargo, en esa sencillez ocurre lo más extraordinario:
nos sentimos livianos.
Como si cada célula recordara que la vida no fue hecha para sostener cadenas, sino para moverse —con ternura, con asombro— hacia lo que sigue.

El perdón no redime al mundo: nos devuelve a él.
Nos enseña a caminar otra vez, sin miedo a sentir.
Y en esa leve reconciliación con lo que somos, comienza la verdadera libertad emocional.

A veces creo que perdonar es abrir una ventana en una casa que llevaba años cerrada.
El aire entra, y con él el polvo, el sol, los sonidos del mundo.
Nada vuelve a ser igual, pero todo respira distinto.
Y ahí, en ese instante, entiendo que no he perdonado para olvidar,
sino para volver a estar vivo.

Y mientras el aire entra, me doy cuenta de algo más:
que quizás el perdón sea la forma más profunda del amor.
No el amor que busca, ni el que promete,
sino el que deja ir sin perder la ternura.
El que comprende que toda herida fue, alguna vez,
un intento de amar.

 

Carlos Felice