Los investigadores nunca se acercaron a la verdad

Los investigadores nunca se acercaron a la verdad

Por Fernando Rodríguez

El bioquímico Daniel Zabala, que el primer día levantó de la escena del crimen rastros que, según su análisis, resultaron ser restos de semen de “linaje Macarrón”, dijo que el hecho de que la fiscalía hubiese desestimado la prueba genética iba a ser “una mancha” para el Poder Judicial de Córdoba. Sin entrar en la cuestión técnica ni desempatar entre el perito y los intérpretes de los indicios del expediente, aquella información contiene una verdad incontrastable: el caso Dalmasso será una mancha indeleble para la Justicia.

Quince años y ocho meses después, con el final del juicio y el cierre definitivo del caso, quedó totalmente expuesta la farsa en la que se convirtió esta investigación. Con hipótesis contrapuestas, con pruebas acomodadas en uno u otro sentido –o, a veces, desechadas sin explicaciones plausibles– según la teoría prevaleciente en cada momento de la pesquisa; con presiones mediáticas y políticas, intentos de salidas fáciles para atender el clamor popular y extrañas contorsiones para acomodar al viudo en la trama del hecho.

El caótico derrotero de la investigación atendió permanentemente la demanda morbosa del periodismo sensacionalista. Alimentó versiones que pusieron en el foco al poder político y económico de la época en Córdoba y expuso rumores sobre los poderosos contactos que, por encima y por debajo de la superficie de la exposición pública, navegan de un lado a otro con capacidad para torcer voluntades.

En su endeblez de pruebas sólidas e indicios verosímiles, la pesquisa puso al desnudo la intimidad de la víctima. Con la excusa de la búsqueda de un móvil para el crimen, la vida privada de Nora Dalmasso quedó impúdicamente expuesta. Y esa afrenta ni siquiera fue un medio para que la Justicia se acercara a la verdad. Al contrario: solo sirvió para criminalizar a la víctima. Sexo, política, dinero eran los ingredientes de una poción irresistible para la opinión pública y, al mismo tiempo, un veneno de acción lenta, pero eficaz, para el destino de la causa.

Una escena contaminada:

El hallazgo del cadáver fue el prefacio de la sucesión de desatinos en la investigación. Primero, la alteración de la escena del crimen. El cura confesor de Dalmasso, el padre Jorge Felizzia, conmocionado por lo que tenía delante de sus ojos, pidió que cubrieran el cuerpo de la mujer exánime; y un policía lo complació. Pasaron por allí el fiscal Javier Di Santo, los hermanos de Nora –Juan y Susana–, el padre de Marcelo Macarrón, vecinos curiosos, policías que pisaron, tocaron y movieron cosas de un lugar que debió haber sido mantenido inmaculado, con presencia mínima de criminalistas que documentaran cada paso. Fue necesario, posteriormente, que todos los que estuvieron en el chalet debieran someterse a un examen de ADN para descartar contaminaciones de otros rastros biológicos levantados por los peritos, entre ellos, el líquido blanquecino que encontraron en las partes íntimas de la víctima, presumiblemente, semen.

Esa escena que sugería una eventual actividad sexual de la víctima, de 51 años, antes de su muerte (no exenta de violencia, dado el lazo en el cuello que había producido la muerte de Dalmasso por asfixia mecánica), hizo que los investigadores se enfocaran en la vida íntima de Nora. Eso disparó los rumores y los nombres de hombres que pudieron haber tenido algún tipo de relación con ella se multiplicaron. De hecho, el primer “sospechoso” que se presentó ante el fiscal fue Rafael Magnasco, asesor de la Secretaría de Seguridad de Córdoba, que pidió ser imputado para poder someterse a un cotejo genético que lo dejara totalmente fuera del caso.

Entrado el verano de 2007, el fiscal Di Santo, que ya contaba con el auxilio de sus pares Fernando Moine y Marcelo Hidalgo, avanzó en una hipótesis más prosaica: Dalmasso había sido víctima de un asalto sexual. Se lo atribuyó a Gastón Zárate, un albañil y pintor que había participado de las obras de refacción de la casa de la víctima.

A mitad de año, Di Santo dio un volantazo. A instancias del análisis genético que revelaba que el líquido seminal hallado en el cuerpo de la víctima tenía los cromosomas del “linaje Macarrón”, decidió imputar a Facundo, el hijo de la víctima. El chico insistió en que, cuando mataron a su madre, él estaba en una fiesta del Rotary en Córdoba capital. Peor aún, las circunstancias lo forzaron a declarar su orientación sexual. Facundo Macarrón y Gastón Zárate estuvieron, durante mucho tiempo, coimputados como autores del mismo delito (la violación seguida de muerte), pero con motivaciones absolutamente disímiles (el incesto, en un caso; el robo y la agresión sexual, en el otro).

Di Santo fracasó en su tarea y la causa entró en un letargo de años. Hasta que el fiscal Daniel Miralles tomó a su cargo el caso. Ya contaba con la determinación de que aquel “linaje Macarrón” usado inicialmente para imputar a Facundo se refería, específicamente, al ADN de Marcelo Macarrón. Necesitaba poner al viudo en la escena del crimen. Pero Macarrón había estado todo el fin de semana en Punta del Este, acompañado por una decena de personas, la mayoría, amigos suyos y de la víctima. Necesitaba encontrar una ventana horaria en la que el viudo no hubiese estado en contacto con otros. la esbozó en una teoría que jamás pudo probar técnicamente: sostenía que cuando los demás se fueron a dormir, él tomó un avión privado en Punta del Este, aterrizó en Río Cuarto, fue a su casa, tuvo relaciones sexuales con su mujer, la mató, regresó a Uruguay y desayunó con sus amigos antes de una nueva vuelta de 18 hoyos en los greens esteños.

obturada esa vía, el papel de Miralles languideció. Quien lo sucedió, el fiscal luis Pizarro, tomó nota de ese nuevo fracaso. Y a sabiendas de que era fácticamente imposible situar al viudo en la escena, decidió desestimar la prueba genética –eso que le criticó el bioquímico Zabala– y le atribuyó un nuevo rol en el crimen: el de instigador y financista. Esbozó un móvil: el matrimonio se resquebrajaba, Nora quería separarse y le reclamaba a Macarrón el reparto de los bienes; él se oponía, y resolvió ponerle fin a la situación contratando a un sicario.

Posible en los papeles, pero inverosímil a la luz de las pruebas. Nunca se identificó al sicario, pero se avanzó hacia el juicio igual, con la imputación del homicidio por promesa remuneratoria y el móvil económico como excusa criminal. En el camino, el paso del tiempo hizo que la causa prescribiera, excepto en el caso del viudo, que tendría que enfrentar al jurado popular.

Como dijo el fiscal de Cámara en la última audiencia del juicio, resignado, esa hipótesis se caía a pedazos: la víctima había tenido relaciones sexuales consentidas.

Una cosa es segura: alguien mató a Nora Raquel Dalmasso. Es casi un hecho que no se sabrá quién fue.

 

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