La sangrienta batalla de Gandamak, cuando los afganos derrotaron a los británicos

La sangrienta batalla de Gandamak, cuando los afganos derrotaron a los británicos

Por Daniel Vittar
La belicosidad de los afganos y su actitud implacable en la batalla, algo que hoy vemos en los talibanes que volvieron a tomar el poder, no es algo nuevo. Lo demostraron crudamente en la resistencia a invasores y conquistadores a lo largo de la historia de Afganistán.

Uno de los episodios más heroicos y brutales lo sufrieron los británicos, que terminaron humillados y masacrados por los musulmanes afganos en 1842. La batalla de Gandamak es un relato que eriza la piel y demuestra lo despiadados e impiadosos que pueden ser los afganos en la guerra.

A mediados del siglo XIX, Afganistán tuvo la mala suerte de estar en el medio de dos imperios en expansión: Gran Bretaña y Rusia. El británico, en plena lucha por el dominio de la región, decidió tomar Afganistán en 1839, enviando lo que en ese momento representaba un poderoso ejército.

Contaba con 16.000 hombres que buscaban destronar al emir Dost Mohammed, un gobernante que se acercaba peligrosamente al imperio ruso. Después de cruzar desiertos y montañas de más de 4.000 metros de altura, tomaron Kandahar.

Y más tarde la fortaleza de Ghazni, inaccesible para cualquier ejército, pero que un paso secreto revelado por un traidor afgano les permitió capturarla.

Finalmente cayó Kabul, casi sin luchar, y así los británicos destronaron a Dost Mihammed, que se entregó y terminó exiliado en la India. En su lugar pusieron a Shuja Sha, un hombre que odiaba al anterior emir y lanzó una sangrienta purga interna.

Los británicos se adueñaron del país y pretendieron instalar un sistema colonial similar al de la India. Desplegaron destacamentos en los puntos más importantes y trataron de captar a un sector de la sociedad afgana con su estilo de vida victoriano. Construyeron un hipódromo, organizaron partidos de cricket y excursiones de caza. Proliferaron las noches de teatro aficionado y las fiestas con banquetes para la oficialidad y la elite gobernante.

Pero Afganistán no era la India, y lo comprobaron rápidamente. Los afganos no estaban dispuestos a someterse a las reglas del imperio. Así apareció en escena Akbar Khan, hijo del derrocado emir Dost Mohammed, quien lentamente fue amalgamando el descontento y sumando tribus belicosas.

La gran rebelión comenzó comenzó a fines de 1841. En noviembre de ese año, una turba irrumpió en la residencia de sir Alexander Burnes, uno de los principales funcionarios británicos, y lo linchó, para luego despedazarlo. Un mes después otro jefe político, sir William Hay MacNaghten, terminó emboscado y asesinado junto a sus colaboradores. Su cuerpo fue arrastrado por las calles de Kabul como trofeo.

El ejército británico estaba abatido, con la moral muy baja. Las incursiones de las tribus afganas, cada vez más sangrientas, los había desmoralizado. A esto se sumaba la falta de pertrechos y alimentos por el cerco que les habían tendido.

Con una fuerza deteriorada, el mayor general William Elphinstone, un veterano militar con pocas luces, reunió a sus 4.500 soldados y emprendió la retirada hacia Jalalabad, donde había una guarnición británica más grande. Los acompañaban 12.000 colaboradores, entre los que había artesanos, camilleros, cocineros, sirvientes, peluqueros, sastres, armeros, camelleros.

La marcha fue a través del paso de Kabul Gorge, a 4.000 metros de altura, la única salida que tenían. Pero era pleno invierno y el frío intenso, con 20 grados bajo cero, causó estragos en las tropas. Los jefes tribales les habían garantizado la vida a los británicos si abandonaban el territorio. No cumplieron. Los acosaron durante toda la marcha desde los desfiladeros con sus fusiles “jezails” -que tenían 250 metros de alcance-, y los terminaron de aniquilar cerca de Gandamak.

Elphinstone murió cautivo, tres meses después. Hubo un solo sobreviviente, el cirujano William Brydon. Hasta ese momento el ejército británico era invencible. La derrota en las montañas de Afganistán quebraron esa reputación y conmovieron al imperio.

Los hostigaron toda la marcha desde los desfiladeros con sus fusiles “jezails”.
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