“Voy a decir lo que pienso todas las veces que haga falta”

“Voy a decir lo que pienso todas las veces que haga falta”

Por Paul Laity
Cuando Paul Auster tenía catorce años, un chico que estaba a centímetros de él cayó muerto fulminado por un rayo. “Nunca pude superarlo”, dice. Fue durante un campamento de verano. “Éramos una veintena de chicos y la tormenta eléctrica nos sorprendió ahí, en medio del bosque. Alguien propuso ir hasta un claro entre los árboles, y para llegar había que pasar cuerpo a tierra en fila india por debajo de un alambrado. Cuando le tocó al chico que estaba delante de mí, cayó un rayo sobre la cerca. Yo estaba ahí nomás, mi cabeza casi rozaba su pie.”
Auster no advirtió que el chico había muerto al instante. “Así que lo arrastré hasta el claro y le sostuve la lengua durante una hora para que no se asfixiara. Había otros dos o tres que también habían sido alcanzados por el rayo y se quejaban de dolor. Parecía una escena de guerra. De a poco, la cara del chico se fue poniendo azul, tenía los ojos entornados.” Auster tardó un tiempo en asimilar que si el rayo hubiese caído unos segundos más tarde, le habría tocado a él. “Es un hecho que siempre me persiguió, por ese carácter aleatorio de la fatalidad”, reflexiona Auster. “Creo que fue el día más importante de mi vida.”
En 4321, la nueva novela de Auster, se produce un incidente similar. Archie Ferguson, un prometedor chico de 13 años fascinado con El guardián en el centeno y con dar su primer beso, se refugia de la tormenta bajo un árbol durante un campamento de verano. Cae un rayo y se desprende una rama que lo mata: “Su cuerpo inerte yacía sobre el suelo empapado, mientras el cielo seguía tronando, y de un extremo al otro de la tierra los dioses guardaban silencio”.
Pero éste es el destino de uno solo de los cuatro Archie Ferguson de la novela.
original
La ficción de Auster siempre exploró esos momentos en los que la vida toma un rumbo distinto por intervención del azar o de las circunstancias, y 4321 nos presenta esa idea en su forma más pura. La novela empieza con el nacimiento de Ferguson, el 3 de marzo de 1947, y lo que sigue son cuatro versiones distintas de su historia. Los cuatro Archies tienen el mismo punto de partida –“los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético”–, pero a medida que atraviesan la infancia y la adolescencia van tomando caminos distintos. Cada uno de ellos vive en un pueblo distinto de Nueva Jersey y tiene una composición familiar y amigos diferentes. Los capítulos alternan entre uno y otro Ferguson, y a medida que la historia se despliega, ellos se van convirtiendo en personas cada vez más distintas: son los efectos del dinero o de la falta de di- nero, de un divorcio, de la educación, y de todos los demás factores que moldean los primeros años de una vida.
Todos los Archies derrochan inteligencia y son aspirantes a escritores. Y todos se enamoran de la cautivadora Amy Schneiderman, pero cada relación se desarrolla de una manera distinta. Uno de los Ferguson tiene un accidente de auto y pierde varios dedos; otro es bisexual; uno tiene un amigo que se le muere de repente; hay otro que vive en un ático en París haciendo cuenta de que va a la universidad, y el padre de uno de ellos muere en un incendio. Está claro que algunas de las cuatro vidas son más cortas que otras: después de la tormenta en el campamento, de los cuatro Archies quedan tres, y cuando el lector mira hacia atrás, el título del libro empieza a cobrar sentido.
“Hasta donde sé, nadie había escrito una novela con esta estructura”, dice Auster. Mientras conversamos en su casa de Brooklyn, intentamos establecer algún paralelismo con textos anteriores: a mí se me ocurre Una y otra vez, de Kate Atkinson, y él menciona una película de Krzysztof Kieślowski. Pero en ninguno de esos casos la comparación es exacta. “Al principio no sabía cuántos Ferguson quería que hubiese”, sigue Auster. “Es una idea que me dio vueltas en la cabeza toda la vida.” La novela no sólo habla del papel de la casualidad y de lo inesperado, sino de esos “y si…” que nos persiguen, esas vidas imaginarias que tenemos en nuestra mente y que corren paralelas a nuestra existencia real.
La publicación de 4321 coincide con los 70 años que Auster acaba de cumplir. Lo considera “el libro más grande de su vida”, y no sólo porque, con 900 páginas, es tres veces más largo que cualquiera de sus otras dieciséis novelas. En cuanto a su reputación, está convencido de que este libro se va a imponer sobre todo lo anterior. “Siento que esperé toda mi vida para escribir este libro.”
De hecho, escribirlo se transformó en una urgencia. “Me quedaba abajo, en mi búnker [el sótano de su casa], y trabajaba casi los siete días de la semana. Quería vivir para terminarlo. Empecé el libro a los 66, la edad que tenía mi padre cuando murió de un ataque al corazón. Y una vez que pasé ese límite, empecé a vivir en un mundo aterrador. Ahora ya me acomodé mentalmente, pero al principio tenía la idea de la muerte súbita metida en la cabeza.”
Nadie es profeta en su tierra
Auster ha sido una presencia estelar de la escena literaria internacional durante décadas, desde que, a mediados de los años 80, su Trilogía de Nueva York lo impuso como un escritor de moda que podía ofrecer tramas de buen ritmo con toques de existencialismo y de teoría literaria. Se convirtió en el mejor ejemplo de un escritor de vanguardia que había encontrado un público comercial.
Venerado en Francia y best seller en el resto de Europa, fue menos reconocido en su país natal, pero eso cambió a mediados de los noventa, cuando realizó, junto con Wayne Wang, la película Cigarros y participó en varias otras. A partir de entonces, sus delicadas y reflexivas obras autobiográficas y sus novelas, como La música del azar, empezaron a llamar más la atención. Auster publica con frecuencia y fue amasando una obra inconfundible por sus temas y la amenidad de su forma. Está casado con la escritora Siri Hustvedt, y sus amigos literarios más cercanos, Don DeLillo, Salman Rushdie y Peter Carey, integran las ligas mayores. La pareja de Auster y Hustvedt incluso apareció en una publicidad de Gap como la encarnación de lo más cool de la literatura neoyorquina.
Auster tampoco tuvo miedo de hacer oír su voz en el terreno político, como vocero de la corriente de izquierda del mundo literario, y dadas las actuales circunstancias resulta casi inevitable tocar el tema del nuevo presidente de los Estados Unidos: “No puedo pensar en otra cosa. El mensaje de Trump de «devolverle a Estados Unidos su grandeza», en realidad es «volver a hacerlo blanco». Estoy desesperado como nunca antes por nuestra identidad y nuestro destino”, señala Auster.
“Creo que esta elección fue lo más atroz que vi en política en toda mi vida”, afirma Auster, en referencia a la reciente victoria de Trump. “No sé cómo voy a hacer para soportar estos años.” Así que ha decidido pasar a la acción: “Llegué a la conclusión de que tenía que aceptar lo que me vienen ofre- ciendo insistentemente desde hace años: a partir de 2018, voy a ser presidente del PEN American Center. Voy a decir lo que pienso todas las veces que haga falta, o no podría vivir conmigo mismo”.
Estrategias y artilugios
La adolescencia de los Ferguson, al igual que la de Auster, transcurrió durante la década de 1960: “Quise dar una idea de cómo fue crecer en esa época”, dice el escritor. La nueva novela “es una historia de crecimiento humano… y trabajé mucho pensando en las distintas etapas de la vida de una persona joven”. La historia del primer Ferguson empieza: “El nombre de su madre era Rosa, y cuando él pudiese atarse los cordones y dejase de mojar la cama, iba a casarse con ella”. 4321 es el intento de transmitir la manera en que Archie, en todas sus encarnaciones, es moldeado tanto por las circunstancias personales como por los acontecimientos públicos. El día que le disparan a Kennedy también es el día en que Ferguson 1 tiene sexo con Amy por primera vez: se quedan horas mirando las noticias por televisión hasta que terminan en la cama.
La urgencia de Auster por transmitir la intensidad de la juventud en 4321 lo llevó a cambiar de estilo (en el pasado se le había criticado su excesivo apego a una fórmula). Él la describe como la “novela más realista que haya escrito”. El libro no tiene nada de novela negra, no se ajusta a las convenciones del género ni hay rastros de lo que supo ser su marca registrada: el minimalismo. 4321 no sólo abunda en detalles, sino que está escrito con oraciones largas, que quitan el aliento y a veces se extienden por varias páginas.
Aun así, no se puede decir que en esta nueva novela abandone sus temas ni su arsenal de artimañas de metaficción. En el relato de la participación de Ferguson en una sentada en la Universidad de Columbia, por ejemplo, aparecen otros personajes de las novelas de Auster: Marco Stanley Fogg, de El palacio de la luna; David Zimmer, de El libro de las ilusiones; Peter Aaron, de Leviatán; Adam Walker, de Invisible. “Están todos ahí”, confirma Auster. “Quise traer de vuelta a mis chicos y tenerlos a todos juntos al mismo tiempo… por diversión.”
Del mismo modo, en las últimas páginas de la novela hay un pasaje crucial que habla de “los senderos que eternamente se bifurcan y que una persona tiene que enfrentar mientras camina por la vida”. Es una referencia a Jorge Luis Borges y su cuento “El jardín de senderos que se bifurcan”, que gira en torno a una novela interminable y extraordinaria en la que todos los resultados posibles de un suceso ocurren a la vez.
Al estar basada en experiencias personales, 4321 es también una típica novela de Auster. A partir de la lectura de sus textos autobiográficos sabemos que, como Ferguson 3, Auster de joven vivió en París en un cuarto de servicio de un último piso, y que también frecuentaba prostitutas. “Tomé algunas cosas de mi vida –admite Auster–. ¿Qué novelista no lo hace?”
Auster suele señalar que su vida de escritor empezó aquel día, cuando tenía 8 años, en que conoció a su héroe del béisbol Willie Mays en un partido de los Giants de Nueva York, y reuniendo todo su valor le pidió un autógrafo. Pero ni su padre ni su madre tenían un lápiz, así que finalmente el jugador se encogió de hombros y se fue. Auster lloró y se odió a sí mismo por haber llorado. Sin embargo, desde ese día –y así sigue la historia– nunca más salió de su casa sin un lápiz: “Si tenés un lápiz en el bolsillo, hay muchas chances de que un día sientas la tentación de empezar a usarlo”. Cincuenta y dos años después de aquel partido, Mays le regaló una pelota autografiada.
Auster se convirtió en revelación con Trilogía de Nueva York cuando ya pisaba los cuarenta años: hasta entonces, diecisiete editores habían rechazado Ciudad de cristal.
Pero antes del éxito ya llevaba muchos años comprometido con la escritura, sobre todo con su novela autobiográfica A salto de mata, crónica de un fracaso precoz. Desde 1971, vivió en Francia con la escritora Lydia Davis, a quien había conocido en la universidad. Ambos se ganaban la vida como críticos y traductores, y compartieron una visión romántica de la pobreza hasta que la situación se volvió desesperante. Finalmente, volvieron a los Estados Unidos con nueve dólares en el bolsillo, y en 1974 se casaron. Al año siguiente, y a la espera de un bebe –su hijo Daniel–, la pareja compró una casa antigua en el condado de Dutchess, Nueva York.
Los años siguientes fueron los más sombríos. “Me había pasado la vida escapándole al tema del dinero –escribe en A salto de mata– y de pronto ahora no podía pensar en otra cosa.” Su turbulento matrimonio con Davis terminó en 1978 y pasó por “una crisis muy fea”, según sus propias palabras. “El suelo se abría bajo mis pies… las cosas a las que me aferraba hasta entonces de pronto ya no estaban.”
Al año siguiente, la muerte de su padre, Sam, fue el disparador de un cambio. No sólo porque su pequeña herencia le permitió seguir escribiendo, sino también porque enseguida se embarcó en un libro sobre la búsqueda de aquel padre ausente y lejano y que se convirtió en la espléndida novela autobiográfica La invención de la soledad.
En 1981, el año anterior a la publicación de La invención de la soledad, Auster conoció a Hustvedt en una lectura de poesía. “La broma familiar –cuenta ella– es que a mí enamorarme me llevó 60 segundos y a él, un par de horas. Todo el asunto fue muy rápido.”
Auster suele decir que ella lo salvó: “Suena sentimental, porque ya hace 36 años que estamos juntos, pero es la persona más inteligente que he conocido”. Ella siempre es su primera lectora, “y nunca me hizo una sugerencia que yo no siguiera”. Recientemente, Hustvedt publicó una colección de ensayos que lleva como título A Woman Looking at Men Looking at Women (“Una mujer que mira a un hombre que mira a las mujeres”). Le pregunto a Auster si alguna vez su esposa lo confrontó por el modo en el que representa a las mujeres en sus libros. “Nunca”, contesta él. “Con el correr de los años aprendí muchísimo de ella. Es una feminista apasionada y estoy de acuerdo con ella en todas sus posturas, que también son las mías.”
Para Auster, el cambio de vida que experimentó al conocer a Hustvedt es el perfecto ejemplo del “desconcertante” modo en el que operan las contingencias. En la misma línea, dice que si no hubiera recibido (dos veces) la llamada equivocada de un hombre que preguntaba por la agencia de detectives Pinkerton, nunca habría escrito Ciudad de cristal. Tal vez interpretar los hechos de esa manera sea ir demasiado lejos, pero Auster tiene una profunda afinidad con las historias de coincidencias y con lo inesperado.
El novelista trabajó en 4321 manteniendo sus costumbres de la vieja escuela, especialmente por su fidelidad con la escritura a mano y el uso de su fiel máquina de escribir Olympia, que está sobre su escritorio desde 1974 y a la que incluso le dedicó un libro llamado La historia de mi máquina de escribir, en colaboración con el artista Sam Messer.
Auster confiesa que le gusta el sonido de las teclas, pero que recién acude a su Olympia cuando el párrafo que estuvo trabajando en su libreta de notas parece terminado. Le desagradan las computadoras y cree que Amazon es “el enemigo”. Todos los días, después de trabajar seis horas en una nueva novela, se siente “vaciado”. Dice que escribir libros es “física y mentalmente extenuante”. Para relajarse, suele mirar alguna película clásica junto con su esposa.
Según Auster, “solamente alguien que de verdad siente la obligación de hacerlo es capaz de encerrarse todos los días en un cuarto… Cuando pienso en todas las alternativas, en lo hermosa que puede ser la vida, me parece una locura vivir así”.
Volviendo a su obsesión con Trump y con el estado del país, señala que suele atormentarse con la misma pregunta que pone en boca de Ferguson 4: “Si el mundo está en llamas, ¿para qué servirían las obras de ficción?”.
Pero ahí sigue “esa hambre de escribir, de intentarlo nuevamente, por más que las buenas frases se nieguen a salir”, insiste Auster. “La emoción y la lucha son alentadoras y vivificantes. Cuando escribo, simplemente me siento más vivo.”
LA NACION/THE GUARDIAN