Aimé Tschiffely, el suizo que se entendía con los caballos

Aimé Tschiffely, el suizo que se entendía con los caballos

En enero pasado se cumplieron 60 años de la muerte del suizo Aimé Tschiffely, cuyo nombre permanece ligado a la famosa gesta que realizara de Buenos Aires a Nueva York, con los caballos Gato y Mancha, acabado ejemplo de la más grande cabalgata de todos los tiempos y que logró el reconocimiento y admiración de parte de muchos lugares del mundo, pero especialmente de nuestros gauchos, conocedores de las virtudes del montado. Tenía 20 años en 1915, cuando abandonó su tierra natal para ejercer la docencia, sin embargo, al poco tiempo encontró otras pasiones y fue futbolista profesional y boxeador. Abandonados estos intereses, volvió a la docencia en la Argentina, donde ejerció en el colegio Saint George de Quilmes y el High School de Buenos Aires. En sus vacaciones se despertó su vocación por montar a caballo y recorrer los alrededores de las viejas estancias. En esas marchas que hoy llamamos “turismo de aventura” conoció desde patrones de estancia, hasta mayordomos, capataces, peones y viejos gauchos, más algunos reseros con los que aprendió mucho de los caballos y de las necesidades de la vida en las largas travesías. En el profesor de 30 años surgió la idea de probar la resistencia de los caballos criollos y comentó su idea de llegar hasta Nueva York. Algunos ni le creyeron y otros le dieron todo su apoyo, incluyendo el del diario LA NACIÓN, y la con¬fianza de don Emilio Solanet, el gran criador del caballo criollo y singular veterinario, quien le facilitó dos montados de su establecimiento El Cardal (Ayacucho). El 25 de abril de 1925, desde la Sociedad Rural de Palermo emprendió el periplo, montado en Mancha que, a poco de andar, tras un corcovo lo dejó a Tschifelly con su cuerpo en el suelo, con la risa de los presentes que suponían que jamás iba a lograr la hazaña. Fueron tres años y cinco meses, atravesando todos los climas, sorteando montañas y ríos, lugares desérticos, insectos y alimañas; para llegar a la meta. El jinete pu¬do decir de esa amistad: “Si mis dos caballos tuvieran la facultad de hablar y de comprender la palabra, le contaría mis problemas y mis secretos a Gato. Pero si quisiera salir y dar muestras de estilo, seguramente montaría a Mancha. Su personalidad era más fuerte”. El primero, por un accidente con una muía, debió quedarse en México y no entró en septiembre de 1928 por la 5′. Avenida a Brodway. Este diario fue dando noticias de lo sucedido a medida que avanzaban y Tschifelly colaboró en sus páginas. Años más tarde, el hijo de Solanet, Osear Emilio, junto con el ingenio de Horacio Villola y la pluma del periodista Mariano Wullich, reflejaron en el libro “Don Emilio”, la verdadera historia de aquella epopeya. Años antes, Aimé había seguido recorriendo el país, y publicó un libro con la narración del viaj e que se convirtió en un best seller. Hombre de mundo, gozaba de muchas simpatías y en su periplo fue un digno embajador de nuestro país. Instalado en Inglaterra con su esposa, regresó años más tarde a la Argentína y, poco después de su muerte, de la que acaban de cumplirse seis décadas, respetando su voluntad, sus restos emprendieron un nuevo viaje y cruzaron el Atlántico, para descansar junto a sus fieles amigos Gato y Mancha en la pampa bonaerense, allí junto al guarda ganado del parque de El Cardal, en donde Osear Emilio Solanet y su querida familia los cuidan como si todos los días tuviesen que salir al campo.
LA NACION