Una fiesta muy merecida

Una fiesta muy merecida

Por Jonathan Wiktor
Hay gente que grita tanto que parece que la garganta no le va a servir nunca más en su vida. Hay, entre toda esa marea de gente vestida de granate y blanco, hinchas que se sienten en la cima del mundo. Perciben, esos mismos simpatizantes, que en ese momento, durante esos minutos que resultan al cabo fugaces, en ese estadio, en este bendito tiempo, no hay nada más que importe: el césped, los jugadores, el recuerdo de los que ya no están, el amor por una camiseta, la vuelta olímpica. Creerse, aunque sea por un rato, los mejores.
Es, entonces, cuando todo se resume en un instante: los entrenamientos, el himno de Lanús que suena de fondo, el cansancio acumulado, los viajes interminables, las vacaciones postergadas, el amor por ese hermoso deporte. Todo por un momento mágico, en el que el árbitro chileno Enrique Osses mira su reloj por última vez en la noche, levanta los brazos, apunta al centro del campo de juego y baja el telón de la Copa Sudamericana 2013. Es el final del partido y el inicio de la historia. Porque este equipo, atrevido, dueño de un estilo provocador, con Guillermo Barros Schelotto al frente, se encarga de dejar una huella más en la creciente cosecha del Granate en los últimos años.
Entretanto, mientras flamean cientos de banderas, en las tribunas, una vez más, vuelve a sonar esa música que se escucha hasta en Brasil: “Vení, vení, cantá conmigo, que un amigo vas a encontrar, que de la mano, de los Mellizos, todos la vuelta vamos a dar.” Es, por caso, el hit de la noche. Además, como para no perder la costumbre, se acuerdan del histórico rival, Banfield, que pasa sus días en la B Nacional y, de paso, cantan el himno argentino. Todo, por lo menos hasta que la pelota vuelva a rodar, parece sencillamente mágico. “Quisiera que esto dure para siempre”, suena en los altoparlantes. Quieren que dure para siempre.
Entonces, ahora, con el plantel completo dando la vuelta, todo queda más claro y se observa la descarga: en el Néstor Díaz Pérez lo que sobran son lágrimas. La gente mira, aplaude a todos los jugadores, canta, se abraza, piensa, respira, recuerda, le agradece a Dios y a la virgen María Santísima, pero sobre todo llora. Llora como lloraron en ese 2007 en el que, por primera vez en su historia, en la mítica Bombonera, se hicieron guapos ante Boca y conquistaron el máximo título del fútbol argentino. Lloran, además, como lloraron sus hermanos mayores o hasta sus padres sus abuelos en la Conmebol 96. Todo es alegría, emoción, abrazos.
Para colmo, en la cancha de Lanús todo se escucha fuerte. Por una cuestión arquitectónica, el sonido rebota y vuelve a las tribunas. Es como una suerte de olla: los murmullos se sienten, la adrenalina se respira, la ilusión se ve. Nadie se quiere ir. Las inferiores, los vitalicios, los dirigentes, los jugadores, las familias de los jugadores, la señora que pisa los 60 y que se acuerda del sufrimiento para llegar a ser lo que hoy es esa institución, el estadio remodelado, la ferocidad ofensiva –sin ser tontos, claro– como estandarte. Otra vez fuegos artificiales y papelitos al viento, como al inicio del partido, en el que durante cinco minutos hubo un show extraordinario.
Pero entre tantos festejos se huele algo que hace que todo sea perfecto: todos –todos–, aunque sigan celebrando el título, miran de reojo el torneo. Porque todavía quieren más. Y quién dice que el Granate…
EL GRAFICO