El mundo está lleno de seres heroicos que no saben que lo son

El mundo está lleno de seres heroicos que no saben que lo son

Por Juan Cruz Ruiz
Mario Vargas Llosa tiene ya el premio Nobel, ha cumplido 77 años y no necesita esforzarse para aumentar su prestigio. Pero contraviene todas las reglas que sitúan al escritor famoso como un tipo fatuo que escribe lo que le da la gana porque está seguro de que la recepción de lo que haga ha de ser por lo menos afectuosa. Por eso, porque no es un autor que viva de lo que ya hizo, se ha atrevido con El héroe discreto, la novela que ahora publica Alfaguara y que lo arranca de las seguridades del Nobel y lo adentra en un riesgo del que sale con una fortuna excepcional. Lo ha dicho ya la crítica y lo empiezan a decir los lectores. En su casa de Madrid hemos hablado con él y empezamos por lo principal: cómo ha conseguido divertirse tanto escribiendo una novela que se lee de un tirón, como si también la hubiera escrito así, de un tirón. Es, en el origen, la historia de un hecho que carecería de importancia si no hubiera caído en las manos del autor de La fiesta del chivo: un modesto empresario de Piura (el hecho sucedió, pero fue en Trujillos, Perú) recibe la amenaza de la mafia, y se planta, no quiere pagarles para que le aseguren el negocio. A partir de ahí se suceden dos tramas que él va conduciendo como quien maneja un arma de precisión. Y el final es glorioso; tanto, que permite decir que ha escrito una novela cervantina, una especie de apólogo moral que tiene también la ambición de Dickens o de Tolstoi, aunque no desdeña las reglas bien entretenidas de los culebrones latinoamericanos.
–Es imposible pero uno tiene la sensación de haberlo leído de un tirón: deseabas posponer cualquier cosa para regresar al libro. ¿Te pasó mientras lo escribías?

–Al principio mi relación con el libro fue más bien fría y distante. A medida que va avanzado la historia, que va tomando forma, que los personajes van adquiriendo un relieve, tienen iniciativas y desarrollan una personalidad, me fui comprometiendo cada vez más con la historia. Y es cierto que llega un momento en el que vivo enteramente para esa historia hasta el extremo de tener la sensación de que todo lo que hago, incluso las cosas más banales, las hago para aprovecharlas en la novela. Son los períodos de máxima exaltación, cuando el misterio y la riqueza de la literatura aparecen. El principio siempre es más bien frío y una lucha contra una gran inseguridad, la sensación de que no va a armarse nunca, de que no levanta, de que es una literatura muerta. La única manera de combatir esa sensación es imponiéndome una disciplina.

–El lector percibe que se produce en ti una alegría que se transmite. Lo difícil no es que sientas alegría sino que la transmitas.

–Quizá en esta novela hay una visión más serena del mundo, me he dado cuenta con la novela terminada, sabiendo de ella, corrigiéndola, dándole los últimos toques. Eso tiene que ver con varios factores. Uno es que la situación de Perú es más estable, menos traumática que en el pasado. Perú vive desde hace unos 15 años, prácticamente desde la caída de la dictadura en el año 2000, un período de crecimiento, de estabilidad institucional; hay un desarrollo económico, están surgiendo clases medias. En este contexto ocurre la historia. Al mismo tiempo hay una perspectiva que tiene que ver con la edad, una edad en las que las cosas se pueden ver con más serenidad, que no está devorada por la actualidad. Y eso es lo que quizá lleva a la novela a ser mucho menos pesimista que otras en las que todo parecía el reflejo de un país como en el albor del abismo.

–De hecho aquí el mal resulta vencido por el bien.

–Algo que está en el título del libro –me doy cuenta ahora– marca una cierta visión optimista: Los héroes discretos. La sociedad no sólo está hecha de hijos de puta, ladrones, pillos o traficantes sino también de gente digna, los seres discretos, esos que nunca llegan a los periódicos pero que son gente respetable, con convicciones, que tratan de adecuar su conducta a esas convicciones. Esos héroes anónimos que realmente garantizan el futuro, el progreso social del país, esas gentes que defienden unos valores sin mayores exhibicionismos dentro de un anonimato, arriesgando mucho.Los hay en todos los países, pero si son suficientes, en un momento dado pueden arrumbar una sociedad por el buen camino. Si no los hay, esas sociedades se hunden. El cinismo es muy peligroso si prende en una sociedad porque todo parece despreciable, puede haber un progreso material pero hay algo que está herido de muerte.

–Hay un rescate de personajes tuyos: Fonchito, don Rigoberto, doña Lucrecia, Lituma… Uno siente que has querido también que tu geografía humana remitiera a lo que tú has ido imaginando.

–Exacto, son personajes que están ahí y que de alguna manera representan todo mi pasado literario. Pero son personajes que, también por una razón que para mí es misteriosa, están mucho más presentes en mi memoria que otros personajes que se han borrado o que han quedado muy lejos, confinados en su mundo novelesco. Me da la sensación de que no he sabido aprovechar todo lo que había en ellos.

–A lo mejor también tiene que ver con tu pasión por lo que citas en la novela. Un culebrón tiene que tener personajes que ya salieron en otros episodios…
–Tiene que haber sorpresas, truculencias, dramas, sexo… –Y personajes que se repiten.

–Y personajes recurrentes, es verdad. Creo que forma parte de la idiosincrasia peruana, latinoamericana, española también (risas).

–En los personajes hay una descripción física que también tiene que ver con su carácter, unas personas son grandiosas, otras apocadas, y en su físico también. Te has preocupado mucho por convertirlos en seres que puedes identificar por la calle.

–Es una necesidad mía. Para entenderlos, sentirlos, tengo que verlos. Eso me permite dar con su psicología, sus conductas me resultan más previsibles. Para mí los personajes no son nunca abstractos, no representan valores, tipos… No: son individuos, tienen una soberanía propia. Nunca llego a verlos totalmente, el personaje siempre se afantasma un poco, pero por lo menos debo intuirlos. Hay un cuento de Borges cuyo personaje no sé si es griego o japonés y él dice, más o menos: “A Luis lo hice turco para percibirlo mejor” (risas). La historia original de Felicito Yanaqué (el protagonista de El héroe discreto) ocurría en Trujillo, por alguien que declaró que no iba a pagar cupos a la mafia. Haciéndolo piurano lo percibo mucho mejor, lo siento mucho más cerca porque hay un contexto que conozco, una manera de hablar que mi memoria conserva. Es cierta vocación realista que tengo, necesito que mis historias tengan un asidero muy concreto, lo que me facilita mucho hacerlos actuar y moverse.

–Es gratificante encontrar que eres fiel a un aspecto autobiográfico: los dos protagonistas principales confluyen en sendos viajes a Europa.

–El viaje europeo, me lo han señalado, sí. Nada está planeado pero de alguna manera es verdad, quizá porque el viaje europeo fue un sueño tan importante para mí en mi juventud y adolescencia. Mi sueño de salir a Europa tenía que ver además con mi vocación, estaba convencido de que en Perú era imposible ser escritor, un prejuicio como cualquier otro.

–Hay algo importante en el libro que es el lenguaje, resulta un milagro hoy que un escritor latinoamericano vaya a la raíz de lo que escuchó en la infancia y no haya dificultad alguna para que lo entienda todo el mundo…

15/09/13
Mario Vargas Llosa tiene ya el premio Nobel, ha cumplido 77 años y no necesita esforzarse para aumentar su prestigio. Pero contraviene todas las reglas que sitúan al escritor famoso como un tipo fatuo que escribe lo que le da la gana porque está seguro de que la recepción de lo que haga ha de ser por lo menos afectuosa. Por eso, porque no es un autor que viva de lo que ya hizo, se ha atrevido con El héroe discreto, la novela que ahora publica Alfaguara y que lo arranca de las seguridades del Nobel y lo adentra en un riesgo del que sale con una fortuna excepcional. Lo ha dicho ya la crítica y lo empiezan a decir los lectores. En su casa de Madrid hemos hablado con él y empezamos por lo principal: cómo ha conseguido divertirse tanto escribiendo una novela que se lee de un tirón, como si también la hubiera escrito así, de un tirón. Es, en el origen, la historia de un hecho que carecería de importancia si no hubiera caído en las manos del autor de La fiesta del chivo: un modesto empresario de Piura (el hecho sucedió, pero fue en Trujillos, Perú) recibe la amenaza de la mafia, y se planta, no quiere pagarles para que le aseguren el negocio. A partir de ahí se suceden dos tramas que él va conduciendo como quien maneja un arma de precisión. Y el final es glorioso; tanto, que permite decir que ha escrito una novela cervantina, una especie de apólogo moral que tiene también la ambición de Dickens o de Tolstoi, aunque no desdeña las reglas bien entretenidas de los culebrones latinoamericanos.

–Es imposible pero uno tiene la sensación de haberlo leído de un tirón: deseabas posponer cualquier cosa para regresar al libro. ¿Te pasó mientras lo escribías?

–Al principio mi relación con el libro fue más bien fría y distante. A medida que va avanzado la historia, que va tomando forma, que los personajes van adquiriendo un relieve, tienen iniciativas y desarrollan una personalidad, me fui comprometiendo cada vez más con la historia. Y es cierto que llega un momento en el que vivo enteramente para esa historia hasta el extremo de tener la sensación de que todo lo que hago, incluso las cosas más banales, las hago para aprovecharlas en la novela. Son los períodos de máxima exaltación, cuando el misterio y la riqueza de la literatura aparecen. El principio siempre es más bien frío y una lucha contra una gran inseguridad, la sensación de que no va a armarse nunca, de que no levanta, de que es una literatura muerta. La única manera de combatir esa sensación es imponiéndome una disciplina.

–El lector percibe que se produce en ti una alegría que se transmite. Lo difícil no es que sientas alegría sino que la transmitas.

–Quizá en esta novela hay una visión más serena del mundo, me he dado cuenta con la novela terminada, sabiendo de ella, corrigiéndola, dándole los últimos toques. Eso tiene que ver con varios factores. Uno es que la situación de Perú es más estable, menos traumática que en el pasado. Perú vive desde hace unos 15 años, prácticamente desde la caída de la dictadura en el año 2000, un período de crecimiento, de estabilidad institucional; hay un desarrollo económico, están surgiendo clases medias. En este contexto ocurre la historia. Al mismo tiempo hay una perspectiva que tiene que ver con la edad, una edad en las que las cosas se pueden ver con más serenidad, que no está devorada por la actualidad. Y eso es lo que quizá lleva a la novela a ser mucho menos pesimista que otras en las que todo parecía el reflejo de un país como en el albor del abismo.

–De hecho aquí el mal resulta vencido por el bien.

–Algo que está en el título del libro –me doy cuenta ahora– marca una cierta visión optimista: Los héroes discretos. La sociedad no sólo está hecha de hijos de puta, ladrones, pillos o traficantes sino también de gente digna, los seres discretos, esos que nunca llegan a los periódicos pero que son gente respetable, con convicciones, que tratan de adecuar su conducta a esas convicciones. Esos héroes anónimos que realmente garantizan el futuro, el progreso social del país, esas gentes que defienden unos valores sin mayores exhibicionismos dentro de un anonimato, arriesgando mucho.Los hay en todos los países, pero si son suficientes, en un momento dado pueden arrumbar una sociedad por el buen camino. Si no los hay, esas sociedades se hunden. El cinismo es muy peligroso si prende en una sociedad porque todo parece despreciable, puede haber un progreso material pero hay algo que está herido de muerte.

–Hay un rescate de personajes tuyos: Fonchito, don Rigoberto, doña Lucrecia, Lituma… Uno siente que has querido también que tu geografía humana remitiera a lo que tú has ido imaginando.

–Exacto, son personajes que están ahí y que de alguna manera representan todo mi pasado literario. Pero son personajes que, también por una razón que para mí es misteriosa, están mucho más presentes en mi memoria que otros personajes que se han borrado o que han quedado muy lejos, confinados en su mundo novelesco. Me da la sensación de que no he sabido aprovechar todo lo que había en ellos.

–A lo mejor también tiene que ver con tu pasión por lo que citas en la novela. Un culebrón tiene que tener personajes que ya salieron en otros episodios…
–Tiene que haber sorpresas, truculencias, dramas, sexo… –Y personajes que se repiten.

–Y personajes recurrentes, es verdad. Creo que forma parte de la idiosincrasia peruana, latinoamericana, española también (risas).

–En los personajes hay una descripción física que también tiene que ver con su carácter, unas personas son grandiosas, otras apocadas, y en su físico también. Te has preocupado mucho por convertirlos en seres que puedes identificar por la calle.

–Es una necesidad mía. Para entenderlos, sentirlos, tengo que verlos. Eso me permite dar con su psicología, sus conductas me resultan más previsibles. Para mí los personajes no son nunca abstractos, no representan valores, tipos… No: son individuos, tienen una soberanía propia. Nunca llego a verlos totalmente, el personaje siempre se afantasma un poco, pero por lo menos debo intuirlos. Hay un cuento de Borges cuyo personaje no sé si es griego o japonés y él dice, más o menos: “A Luis lo hice turco para percibirlo mejor” (risas). La historia original de Felicito Yanaqué (el protagonista de El héroe discreto) ocurría en Trujillo, por alguien que declaró que no iba a pagar cupos a la mafia. Haciéndolo piurano lo percibo mucho mejor, lo siento mucho más cerca porque hay un contexto que conozco, una manera de hablar que mi memoria conserva. Es cierta vocación realista que tengo, necesito que mis historias tengan un asidero muy concreto, lo que me facilita mucho hacerlos actuar y moverse.

–Es gratificante encontrar que eres fiel a un aspecto autobiográfico: los dos protagonistas principales confluyen en sendos viajes a Europa.

–El viaje europeo, me lo han señalado, sí. Nada está planeado pero de alguna manera es verdad, quizá porque el viaje europeo fue un sueño tan importante para mí en mi juventud y adolescencia. Mi sueño de salir a Europa tenía que ver además con mi vocación, estaba convencido de que en Perú era imposible ser escritor, un prejuicio como cualquier otro.

–Hay algo importante en el libro que es el lenguaje, resulta un milagro hoy que un escritor latinoamericano vaya a la raíz de lo que escuchó en la infancia y no haya dificultad alguna para que lo entienda todo el mundo…
–Además, no es sólo la experiencia vivida sino que dos personas como Felícito y don Rigoberto representan en Perú dos sectores sociales enormemente distanciados, no sólo porque uno es provinciano y el otro es capitalino, sino porque uno es un hombre muy humilde casi sin educación y el otro es un hombre muy refinado que representa más bien esa pequeña élite, culta y occidentalizada. Eso tenía que reflejarse en el lenguaje, y ha hecho que buceara mucho en el caso de don Felícito y el mundo en el que se mueve, en muchos piuranismos. Pero siempre soy muy cuidadoso, muy temeroso de usar lenguaje coloquial. Mi generación de escritores en América Latina reaccionó mucho contra el indigenismo y el costumbrismo que convirtieron el lenguaje regional en una especie de estética en la que al final las historias desaparecían porque las novelas se convertían en una especie de muestrario lingüístico folclórico, en las que lo importante no eran las cosas que ocurrían sino cómo se decían. Y al mismo tiempo creo que ciertos regionalismos son indispensables para dar una descripción psicológica y situar socialmente al personaje.

–El libro parte de una anécdota, el anuncio de un pequeño empresario que se enfrenta a la mafia.

–Dice que no va a pagar el cupo. Y en cierta forma en este caso sí ganan los buenos, lo que quiere decir que los buenos pueden ganar. No ocurre todo el tiempo pero es que a mí me impresionó mucho la idea un hombrecito humilde que arriesga todo lo que ha conseguido, enorme desde su punto de vista, por una convicción. Ese es el héroe discreto. Hay un gran pesimismo, por la crisis en la que vivimos, por la información que nos alimenta y que tiene que ver fundamentalmente con el delito, con el cinismo, con lo trágico, pero en toda sociedad hay una decencia que está presente y muchas veces es esa decencia y son los justos los que hacen que una sociedad progrese y que no retroceda. Eso es lo que representa Felícito Yanaqué. Anoche tuve una reunión con los libreros y les contaba que hoy día en Perú existen una serie de empresarios muy poderosos, de origen inmensamente humilde que, como Felícito, han salido del campesinado o de sectores marginales y que por una apertura que ha vivido la sociedad peruana a base de trabajo y perseverancia han conseguido conformar empresas. Es un elemento muy transformador que permite que un personaje como Felícito sea un personaje perfectamente posible en Perú.

-Es curioso que escribiste una novela sobre un héroe que no quiso serlo, “El sueño del celta”, y ahora has escrito otra del héroe que tampoco quiso serlo.

-Que no pretende serlo, en absoluto, por eso lo de discreto (risas), parece una antinomia, pero no.

-El mundo está lleno de héroes discretos.

-Seres heroicos, el mundo está lleno de seres heroicos que no saben que lo son.
REVISTA Ñ