Las 100 millones de miradas de Instagram

Las 100 millones de miradas de Instagram

Por Ariel Torres
Tenía 12 años cuando me ofrecieron, en calidad de préstamo y para documentar el viaje de egresados de la primaria, mi primera cámara de fotos, una Kodak Fiesta. Vista con los ojos de hoy, no es gran cosa, pero para un chico de 12 años de principios de la década del 70 era un tesoro. También llamada Brownie Fiesta, venía a ser lo más básico que podías tener, fuera de hacer un agujero en una caja. Eso sí, usaba un rollo con gigantescos fotogramas de 4 centímetros de lado.
Rústica y con menos electrónica que un hacha de pedernal, la Brownie Fiesta me enseñó, sin embargo, a ver el mundo por el visor y a meditar cada toma como un cuadro. Es que había llevado sólo dos rollos, y no recuerdo por qué, tal vez por el costo, no podía comprar más. Es decir que tenía 24 disparos, y adiós. Sí, escasas 12 fotos por rollo. Nada de tarjetas SD de 8 gigabytes.
Pese a las restricciones, o quizá gracias a ellas, me enamoré de la fotografía durante esa semana de vacaciones. Cierto es que tuve que esperar todavía otros 7 o 10 días al regresar del viaje para ver los resultados, y también es cierto que no había forma de volver a sacar una foto que había salido movida o fuera de foco. Tampoco disponía, al menos en ese momento, de filtros digitales, corrección de niveles, balance de blanco o cambio de encuadre. Aun así, esto de capturar infinitesimales láminas de realidad, de detener el tiempo para siempre, de presentir la memoria imposible de Funes, me fascinó.
Durante mi adolescencia estudié el abecé en un fotoclub, logré comprar una cámara de 35 milímetros elemental y gasté fortunas en rollos y laboratorio, hasta que aprendí a revelar en blanco y negro usando una ampliadora antiquísima que encontré en el altillo. Me enteré, además, de que la película se podía comprar a granel, para armar tus rollos en casa, así que conseguí la máquina para ese fin, que cargaba debajo de una gruesa frazada en una habitación oscura y de noche, y en los siguientes años saqué centenares de fotos, cuyos negativos todavía conservo y que, en cierto casos, he digitalizado.
La fotografía ha sido pues, durante casi toda mi vida, una pasión que cultivo con la incompetencia del principiante y la desinteresada dedicación del amateur.
No es raro, por lo tanto, que me haya cautivado Instagram, un servicio al mejor estilo Twitter, pero cuyo lenguaje es la imagen. Es decir, te permite sacar la foto y subirla, todo desde el smartphone y en menos de un minuto.
Además, y como una perfectamente calculada cajita de especias, Instagram ofrece un puñado de efectos que hacen que las fotos parezcan sacadas con las cámaras instantáneas de la década del 70 (típicamente, las Polaroid y las Instamatic, de ahí el nombre del servicio) y que en las combinaciones correctas dan resultados bellísimos.
En Instagram elegís seguir a las personas cuyas fotos te gustan, como en Twitter, y se pueden usar hashtags, hacer comentarios y menciones, y aplicar el típico Me gusta de Facebook. Es posible, por supuesto, proteger tu cuenta para que sólo la vean las personas que te siguen.

Clic, filtro y arriba
Subí mi primera imagen a Instagram en abril, con el seudónimo instantorres, cuando empezaron a darle soporte a Android; hasta entonces, sólo había app para iPhone. Ese fue también el mes en que Facebook ofreció 1000 millones de dólares para comprar la compañía, que tenía en ese momento sólo 13 empleados, operación que recibió luz verde de los reguladores en agosto y que concluyó hace poco más de veinte días.
Dejando de lado las promesas que hizo Mark Zuckerberg de mantener el servicio funcionando de forma independiente -promesas que en rigor todavía no ha tenido tiempo de cumplir, así que está por verse si cumplirá con su palabra-, Instagram tiene una serie de características que lo hacen único, y que espero que la red social no trastorne.

De bolsillo. Sólo es posible crear una cuenta usando un smartphone con iOS o con Android, y aunque hay sitios para ver, respaldar, comentar y administrar las fotos desde una PC, el acierto de Instagram está en haber apostado todas las fichas a los celulares, como lo hizo, por ejemplo, Foursquare. A propósito, éste es también uno de los atractivos que tiene para Facebook.
Rápido y divertido. ¿Por qué esto? Porque con el smartphone llevamos todo el tiempo una potente cámara de fotos. Instagram es un modo divertido y rápido para compartir una visión creativa, la imagen de una experiencia o una experiencia visual. Sobre todo, es rápido. Es en tiempo real.
Ubicuo. Funciona con Wi-Fi y 3G. Incluso anda con los 3G locales. Y, con un poco de paciencia, se las arregla con 2G (Edge).
Global . Puesto que el idioma de Instagram es la fotografía, se ve mucho menos sometido al localismo que caracteriza a Facebook y Twitter. Aunque las fotos pueden titularse, comentarse, geolocalizarse, ponerles Me gusta y compartirlas por medio de Facebook, Twitter, Tumblr, Flickr y Foursquare, el lenguaje es visual y, por lo tanto, universal. Sigo a personas que están en las antípodas, tan sólo porque me encantan sus fotos. Casi no hace falta hablar. O más bien conversamos de otra forma, y es notable el pacífico silencio que se disfruta en la línea de tiempo de Instagram.
Original. Al revés que Pinterest, el espíritu de Instagram es que saques tus propias fotos, no que compartas cosas que encontrás en la Web, lo que le confiere un estilo más personal, más íntimo y más original. No le va mal a Pinterest, pero no deja de tener un tufillo a refrito, al menos para mí. Por supuesto, también se pueden subir fotos encontradas por ahí a Instagram, pero no es la idea.
Simple es bello. De la misma forma que Twitter, Instagram impone severos límites. Las fotos son siempre cuadradas (como lo eran la mayoría de las fotos instantáneas de hace 30 años), suben a una resolución sólo suficiente para ver en el teléfono (612 x 612 pixeles) y ofrece un número pequeño (pero, insisto, bien calculado) de filtros y herramientas. Lejos de ser un rasgo negativo, estas restricciones alejan la imparable verborrea de Facebook y la magnífica pero abrumadora abundancia de Flickr.
Todos están invitados. En Instagram las fotos se sacan con el celular y se suben en el momento, pero también se pueden usar fotos tomadas con una cámara convencional. Esto les da la posibilidad a los fotógrafos profesionales de combinar su conocimiento avanzado con sus costosas cámaras y la paleta de Instagram. Los resultados, por lo que he visto, son sorprendentes. Las empresas deberían empezar a prestarle atención a esta red social, dicho sea de paso. Bueno, algunas ya lo hacen.
Fácil . Instagram se aprende a usar y configurar en algo así como 3 minutos y medio. Contrasta en esto con la hermética gramática twittera y la aeroespacial configuración de Facebook.
LA NACION

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