“La clase alta siempre omitió comprometerse”

“La clase alta siempre omitió comprometerse”

Por Silvina Friera
La calma es una versión del tedio. La definición suena perfecta, encandila el pensamiento. El lenguaje estalla cuando ese agujero negro –esa versión ambivalente, escamoteada– se intensifica en una herida actualizada. La sorda normalidad de Matilde Viale –ese flotar dentro de un presente pantanoso donde su cuerpo y el de su marido son dos extraños que se repelen– se fractura. La muerte de Joaquín Rossi, exitoso abogado, consuma la escisión de un matrimonio que devino mero “pacto de convivencia” mucho antes de la enfermedad y de que los hijos se fueran de la casa. Como esos personajes femeninos de Henry James que encarnan la gloria de un gran destino que finalmente no pueden sostener, Matilde podría haber prolongado la farsa de una felicidad estereotipada hasta el fin de los tiempos de no haberse muerto Joaquín, víctima de sida. El descubrimiento de ese “secreto” –eufemismo de lo que se regatea entre el querer ver y saber–, el hecho de que pronuncie en voz alta que tuvo “un marido puto” no es la perspectiva melodramática de La omisión (Adriana Hidalgo), la segunda novela de Gabriela Massuh. Lejos se está de la viuda engañada que lagrimea su desconsuelo ante las intimidades embarazosas. Lo que detona en el momento de abrir cajones y acomodar su existencia –el recuerdo del muerto y la subjetividad descuajeringada de una heroína que no fue– es el volumen del tiempo. Lo irremediable de un tiempo perdido –la nostalgia por la infancia en el campo de Las Hortensias–, de una vida desperdiciada.
La desazón de Matilde al lidiar con su identidad en cuestión hace añicos esa distancia prudencial –tal vez un mohín de clase– frente a las disputas familiares. La muerte de Joaquín desmantela el indolente rol de observadora impávida del acontecer íntimo. La vida no es más esa ficción que no le competía. Ahora pone el cuerpo y la mente en acción frente a la inexorable tramitación de la herencia y el vínculo con los hijos, la relación con Pedro –el amigo “despechado” de la pareja, el portador quizá de un gozoso sentimiento de revancha cuando le informa que Joaquín tenía sida– y el regreso de Sara Fiorito, la amiga de la juventud, la compañera peronista de expediciones filosóficas y políticas. Massuh dice que lo único “real” en La omisión es el disparador anecdótico. “Una amiga médica alemana, que vive en Munich, me contó que una vez habló con una mujer de clase alta que no sabía que su marido había muerto de sida y que era gay. Una mujer también con dos hijos, como Matilde. Siempre me pregunté cómo reaccionan los hijos… Es la ambigüedad que tiene la homosexualidad, sobre todo la no confesada, pero si es proclamada también incomoda”, subraya la escritora en la entrevista con Página/12.

–El título de la novela no remite necesariamente a la homosexualidad del marido de Matilde…
–Pero la incluye. Matilde podría haberse ocupado más. Al final se da cuenta de que su educación, por esa especie de indiferencia de cierta clase alta, le hizo omitir también la homosexualidad. El título tiene que ver con esa frase de (Arthur) Rimbaud: “Por delicadeza perdí mi vida”. Creo que es algo muy femenino perder la vida por delicadeza. Me parecía que la palabra más adecuada era la omisión de algo; esos hiatos de la vida que te hacen arrepentir después.

–¿Cómo explica el interés por el énfasis en esa educación y en esa indiferencia?
–Me interesaba mucho anclarme en esa clase social. Yo quería que la sostuviera esa educación, ese padre tan de San Isidro, tan frívolo e inútil, y todo ese litigio por el campo; esa decadencia es de una clase social que todavía marca omisiones. La clase alta siempre omitió comprometerse.

–¿Por qué?
–Esa clase alta conectada con la cultura terminó con el grupo Sur. Victoria Ocampo sería una excepción, en cuanto al compromiso con la cultura. Pero, en general, han vivido siempre de espalda al país, no se han constituido como clase dirigente en serio y han desdeñado otros lazos sociales. El gran pecado argentino es la frivolidad; en última instancia esa clase fue siempre frívola.

–En la novela contrasta la formación de Matilde con la de su amiga Sara, aunque las dos tienen nostalgia por el campo, ¿no?
–Sara es hija de los típicos intelectuales de los ’60, esas personas de clase media cultas que empezaron a tener la nostalgia de irse a vivir al campo y a tener valores rurales. Sara se constituye por el estudio y el esfuerzo, que ya es otra cuestión. No es Matilde. La necesidad de tener un personaje como el de Sara en la novela, que aparece más tarde, fue por la asfixia que me generaba la clase social de Matilde. Sara tiene una especial inteligencia y un compromiso social. En ese viaje al campo, en la década del ’70, mira las pintadas en las paredes desde el tren y lo relaciona con lo que está sucediendo en la facultad. Ve lo que va a venir.

–Tiene los pies más sobre la tierra que Matilde, que especialmente en los ’70 va un poco adonde la lleva el viento.
–Tal cual: Matilde va adonde la lleva el viento. Ese es su problema. Tiene que morir el marido para tener la oportunidad de cambiar. Es típico de esas adolescentes que conocí en mi juventud: jóvenes que prometían todo y eran espléndidas, bellísimas, pero ahora son el prototipo de la mujer de tapado de pelo de camello, que hasta hace poco tiempo era un estereotipo porteño. Muchas mujeres que conozco, que más o menos tienen mi edad, están frustradas, cansadas y hacen gimnasia todo el tiempo (risas).

–¿De qué modo comprender esa nostalgia por el campo? Que, en definitiva, es una nostalgia política, ¿no?
–Sí, por supuesto. El campo es una especie de geografía simbólica para Matilde, que quiere que permanezca intacta. El campo es todo lo que se está perdiendo en cuanto a agricultura en escala. Ahora se ha convertido en una industria y está igual de polucionado que las ciudades. Ese campo, que es pura nostalgia, también está desapareciendo, como están desapareciendo las ciudades como ámbitos públicos y múltiples. Esa nostalgia de la infancia es la nostalgia por un mundo con diferencias; un espacio más humano y propio que el espacio urbano. Por eso Matilde quiere sostener el campo, aunque no sabe si va a poder o no. Esta es la incertidumbre de hoy: que lo rural se pierda definitivamente. La vida de campo tal como fue en su origen está sostenida únicamente por las comunidades indígenas cerradas. No existe más el chacarero, el campesino en sí; son una reliquia. El campo es la gran metáfora de la pérdida. Hasta el 2008, en todo el planeta había más campo que ciudad. Ahora hay más ciudad que campo.

–¿No hay otra alternativa para el campo que la soja?
–No, para campos de la dimensión del campo de la novela. Una agricultura en escala necesita mucha gente; es decir si tenés una hectárea de campo haciendo agricultura o ganadería en escala, de eso pueden vivir apenas tres familias. La soja en este momento es lo único que rinde. Hay tanta demanda de soja en China y en Europa que tiene un precio tan alto como nunca lo tuvo en la historia. Mientras la soja tenga un precio alto, no se va a plantar otra cosa, sin tener en cuenta la destrucción que implica: que arruina los suelos, taladra los bosques y expulsa a las comunidades indígenas. También es muy perverso el ciclo económico de la soja, que va a China y a Europa para forraje. Los europeos la usan como comida barata para cerdos y pollos. Y a su vez exportan al Africa barato y eliminan toda la población campesina del Africa. Después hacen programas para ayudar a los países africanos. Todo el sistema económico está basado en el agotamiento absoluto de la tierra, de la naturaleza. Cada vez hay menos sapos en el campo. No tenés pájaros comiendo los granos; no les gusta la soja. Es una economía que no piensa en el futuro. Me parece que es un fin de fiesta; “no importa: sigamos adelante”. La depredación es universal; no hay cómo salvarse más que todos juntos.

–A través de la biblioteca que Matilde tiene en el campo y la lectura en francés de Proust, ¿quiso reflejar el paradigma cultural del grupo Sur?
–Sí. El otro día Josefina Ludmer me preguntó si yo tenía relación con el grupo Sur. Y me acordé que una vez mi padre me llevó a lo de Victoria Ocampo, a un té que hacía los domingos a las cinco de la tarde en Villa Ocampo. Debe haber sido en el año ’70. Me acuerdo que estaban (Edgardo) Cozarinsky, (Enrique) Pezzoni, Alicia Jurado, Fryda Schultz de Mantovani, Delia Garcés y en un rincón Niní Marshall. No me voy a olvidar en mi vida la carita de persona que va tomar el té de Niní (risas). Y de su pañuelito, que lo estaba estrujando porque no tenía nada que ver con la gente que estaba ahí. Se le veía toda la timidez en sus ojitos. Después cuando Victoria Ocampo publicó sus memorias, me llevé una decepción atroz porque me parecieron muy pacatas. Que esa persona tan fuerte, tan esplendorosa, fuera tan ocultadora… En fin: no me enseñaban nada nuevo esas memorias. Nunca tuve nada que ver con el grupo Sur; pero en un momento representaba la “cultura”.

–¿Sur tuvo alguna incidencia en su formación?
–No. Para mí todo lo que significaba Sur ya había pasado, como (Eduardo) Mallea o (Ezequiel) Martínez Estrada. Yo quería ver qué es lo que iba a venir, por eso prefería el Di Tella. Nunca me interesó Sur, tampoco ahora. Lo que sí respeto mucho es esa maquinaria que fue la traducción de autores en Sur.

–Muy reveladores resultan los años de formación de Matilde y Sara: fines de los ’60 y principios de los ’70. Así como hay explícitamente una nostalgia por el campo, ¿hay oblicuamente una nostalgia por la efervescencia política de los ’70?
–Mirá vos, no lo había pensado… Sí, es cierto, ahora que lo pienso bien aquella época fue muy estimulante, de muchísima efervescencia. Están a finales de los ’60, comienzos de los ’70, que fue la mejor época, cuando no estaba puesta sobre el tapete la violencia. Hay nostalgia de ese tiempo en la novela, aunque lo haya vivido como una tarada. Me hubiera gustado vivir los ‘70 como Sara, que sabía y tenía mucho más solidaridad. Pero también el final de esa década fue terrible. La palabra desaparecidos nos hizo tristemente célebres. Esa palabra, el no querer poner nombre, habla mucho de nuestra hipocresía, de no decir, de omitir… Me fui a Alemania al principio de 1975 con la idea de no volver. Volví en el ’80. Lo que leía desde afuera era aterrador, pero cuando llegué acá parecía que el país estaba fantástico. Y eso me hizo dar cuenta de lo bien que funcionaba discursivamente la dictadura. Era un país detenido, pacato, ridículo.

–En cuanto a cierta nostalgia política hacia el comienzo de los ’70, también aparece el tópico del peronismo. Cuando Sara, en el asado en el campo con la familia de Matilde se define peronista, arde Troya. “La única manera de acompañar al pueblo en lucha es votar al Frejuli”, dice Sara.
–En esa época, en el ’73, no podías votar otra cosa que el Frejuli. Esto podría haber sucedido en mi casa, no en el comedor de un campo, porque nunca tuvimos campo. En mi gran familia, incluidos varios primos y amigos de mis primos, se discutía muchísimo todo el tiempo.

–¿Por qué el peronismo genera esa intensidad en la discusión?
–¡Mirá lo intenso que es todavía! Creo que es por la reivindicación que implicó y que el peronismo proclama todavía. El peronismo no es un partido político: va de Perón a Menem. Un partido no puede abarcar ideologías tan opuestas como fue el ultra estatismo y el ultra neoliberalismo. O reivindicación de la industria nacional y aniquilación de la industria nacional. El peronismo es como la vida: implica el yin y el yang (risas).
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