Tragicomedia de la negación

Tragicomedia de la negación

Por Martín Lojo
una entrevista publicada en adn , Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) describía el tipo de personajes que le interesa abordar en su minuciosa escritura: “¿Qué hacés con el indiferente, con el que no entiende o no contesta, con el que no lee, con el necio? No se puede hacer nada. Esa descolocación me interesa literariamente”. Con Mario Novoa, el protagonista y narrador de Bahía Blanca , Kohan lleva a su máxima expresión ese tipo de personalidades, en una novela que, tras la apariencia del policial y el relato amoroso, esconde una tragicomedia de la negación.
Carente de curiosidad y poco afecto a la lectura, Novoa es un investigador de literatura universitario que se radica temporariamente en Bahía Blanca porque ninguna persona que conozca “ha dicho jamás nada bueno” de la ciudad. El objetivo es estudiar la obra de Martínez Estrada, autor a quien no ha leído pero que lo atrae por su versatilidad para abordar infinidad de temas. Ser capaz de “cambiar de tema” en una ciudad anodina, a la que el mito adjudica mala suerte, es su único objetivo. Debe olvidar un acto espantoso que cometió, motivado por el abandono de su esposa nueve años atrás, pero su personalidad obsesiva se convierte en una pesadilla que impide la distracción. El método que le queda es enfocar el pensamiento en la “pura negatividad” que ofrece Bahía Blanca.
Lo logra, al menos durante la primera mitad de la novela; pero no es Bahía Blanca lo que ocupa su mente sino la recursividad vacía de sus ideas. La prosa con la que Novoa escribe en su diario vuelve cada descripción de la ciudad y de las personas que conoce, cada acto y cada reflexión un intento fallido de huir de la inmanencia y conectarse con el exterior. Kohan trabaja al detalle esas marcas: decenas de repeticiones de palabras y sus variaciones (“otra cosa”, “la cosa en especial”, “cualquier cosa”, “Perfectamente, sí: perfectamente. Sé que las cosas de ahora en más ya van a salir bien, perfectamente bien”), frases retomadas una y otra vez, acumulación de sinónimos y variaciones de la misma expresión (“guardado, escondido, escamoteado.”, “devolverla, dejarla, desocuparla”, “mi propia caída libre, mi propia precipitación a tierra, mi propio venirme abajo”). Un recurso que, en el extremo (“sin caer o hacer caer, sin caer caer caer”), insinúa la parodia del “negador absoluto” en que Bahía Blanca se convierte hacia el final.
No es que en la novela no haya acción, la hay, decisiva y trágica, pero aunque los acontecimientos sacan a Novoa de la pasividad y lo obligan a reaccionar, nunca abandona la especulación abstracta ni comprende la verdadera dimensión de lo que ocurre. El mundo le otorga infinidad de señales para comprender su situación: la aparición en Bahía Blanca de un amigo le muestra la imposibilidad de ocultar el pasado; la consulta de un alumno sobre Crimen y castigo le brinda herramientas para analizar las causas de su crimen; el relato de dos combates de box, uno abandonado y otro peleado heroicamente, refleja los modos en que encara sus problemas. Pero Novoa, necio radical, no puede interpretar nada.
En Bahía Blanca los aciertos coinciden con los mayores riesgos. Kohan descubre que la necedad es un problema de estilo; el propio protagonista lo confiesa: “Mi manera de disponer en la mente las ideas tiende de por sí marcadamente a la insistencia. No hay más que ver mi sintaxis, mi forma de elucubrar. [?] Lo que me nace es dar vueltas, pero vueltas sobre lo mismo”. El problema es que atravesar esa insistencia hipersubrayada, enfrentarse una y otra vez a la necedad de Novoa, se vuelve abrumador y bastante tedioso, lo que hace desear las pocas escenas en que el personaje logra por fin hablar de “otra cosa”, como en el apasionante relato de la pelea entre Víctor Galíndez y Richie Kates. Sintomáticamente, como Novoa abandona su pasado, Kohan también emprende un cambio de dirección. Sus relatos trabajaban en el terreno firme de la historia y la política argentinas, discutiendo sus problemas y sus formas narrativas, pero también asegurados por una red de sentidos preexistente. En esta novela, en cambio, realiza un salto al vacío y construye una historia desde la nada, en el árido terreno de una ciudad sureña. Novoa, en su vuelta a fojas cero, reduce su voluntad a contemplar la deriva de los pensamientos “entre mi frente seca y mis ojos muy abiertos, como quien viese pasar nubes blancas, sopladas sobre un fondo de cielo vacío”. El desafío para la lectura es así sobrellevar las rispideces del camino y justificar el viaje.
LA NACION