Maras, el síntoma de una sociedad poco inclusiva

Maras, el síntoma de una sociedad poco inclusiva

Por Teresa Tejo
Las pandillas juveniles representan un verdadero problema para la seguridad pública en muchos países latinoamericanos, aunque en México y Centroamérica se encuentran los grupos más violentos y organizados: las famosas maras. El denominado Triángulo Norte de Centroamérica -conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador-, es el epicentro de este fenómeno que logra convocar a sus filas la voluntad de miles de niños y jóvenes, que encuentran en estas agrupaciones delictivas el sentido de pertenencia que la sociedad les niega.
Son múltiples las causas que entretejen una realidad compleja, signada por la pobreza, la desigualdad, la exclusión, la marginalidad, la corrupción, la delincuencia y las drogas, y se convierten en terreno fértil para la expansión de estas pandillas que también tienen bases en Estados Unidos, Canadá y España.
El origen de las maras se remonta a los 80, cuando miles de jóvenes, huyendo de la guerra civil que azotaba a El Salvador, buscaron refugio en Estados Unidos, al igual que otros ciudadanos centroamericanos que huían de la represión militar y la pobreza. La marginación, la necesidad de protección frente a los abusos de otras pandillas y las dificultades para integrarse a la sociedad norteamericana motivaron el surgimiento de las maras en ciudades como Los Ángeles y San Francisco, donde la cultura pandillera estaba ya bastante desarrollada.
Es en ese contexto que se formó la Mara Salvatrucha o MS13, compuesta principalmente por salvadoreños, mientras que otros inmigrantes jóvenes se integraron a pandillas como la Barrio 18, constituida principalmente por mexicanos. Desde sus inicios, estas dos maras se han enfrentado en una guerra sin cuartel que continúa hasta la actualidad.
Fue con el argumento de frenar la violencia y el enfrentamiento entre estos grupos que Estados Unidos comenzó, a fines de los 90, una campaña con la que logró deportar a 18.000 ciudadanos salvadoreños. Y cuando aquellos que habían huido durante la guerra regresaron, sufrieron una doble exclusión: sentir que no pertenecían a la sociedad californiana pero tampoco a su país de origen. Con esta repatriación, las maras comienzan a expandirse por América Central, exportando también los estilos pandilleros, sus conflictos y odios entre grupos.

Organizaciones complejas
A través de una dinámica expansionista, la Mara Salvatrucha y la Mara del Barrio 18 lograron absorber y neutralizar a muchas de las pandillas tradicionales para convertirse en las dos agrupaciones más representativas de Centroamérica, por ser las más numerosas, las que cuentan con mayor presencia y cobertura nacional, las mejor organizadas y las más violentas. Debido a su origen y a la presencia de miembros en diferentes países, estas dos grades maras son consideradas redes transnacionales que han desarrollado un claro proceso de formalización, lo cual les ha permitido tender lazos con los cárteles del narcotráfico internacional, principalmente mexicanos.
Las actividades en las que están involucrados los mareros incluyen desde la venta de drogas y el contrabando de armas hasta el tráfico de personas, además de asaltos, asesinatos y secuestros. Otra práctica habitual de las maras es la extorsión a trabajadores del transporte y comerciantes, quienes deben pagar un tributo bajo amenaza de muerte o el incendio de los colectivos y locales.
Las maras son organizaciones complejas que muchas veces funcionan como estados paralelos, en los que imponen sus normas, cobran “impuestos” y ejercen un control directo sobre la población a través de la violencia. Mientras el propio Estado no logra dar respuesta a la exclusión social que sufren miles de jóvenes, las maras se convierten en verdaderos aparatos de inclusión, que les permiten desarrollar un sentimiento de pertenencia.
Formar parte de una mara obliga al integrante a tener, por sobre todas las cosas, una lealtad devota a su grupo. Para poder ingresar se necesita participar en ciertos ritos de iniciación, como soportar feroces golpizas, mantener una pelea con otro bando o tatuarse las siglas de la mara en una zona visible del cuerpo. La mara tiene su código moral propio, ofreciendo un espacio de contención a los jóvenes al tiempo que demanda sacrificios.
Se estima que solo en Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua operan más de 100 mil mareros.

El tatuaje como estigma
Si hay algo que identifica a los mareros son los tatuajes, que se ganan a través de actos realizados en beneficio del grupo y sirven tanto para diferenciarse de otras maras como forma de reconocimiento de los propios compañeros. Además, marcan el status dentro del grupo, distinguiendo el cargo o el mando según la cantidad de tatuajes y el significado de los mismos.
En Centroamérica, el tatuaje es un estigma que cierra las puertas a la inserción social y laboral y habilita la detención y el encarcelamiento. Estar tatuado significa ser marero, y la Ley Antimaras dictada en El Salvador en 2003 estableció que esto es delito: entre las normas que tipifican el reconocimiento de un marero se menciona tener el cuerpo marcado con cicatrices o tatuajes. Esta ley también autoriza a los jueces a juzgar solo por la apariencia de ser mareros, es decir estar tatuados, y el Plan Mano Dura salvadoreño faculta a la policía a encarcelar a quienes tienen tatuajes, actitudes y ropas “sospechosas”.
A pesar de estas las leyes, los mareros eligen esta forma de auto-estigmatización y siguen inscribiendo en sus cuerpos los hitos de sus historias. El tatuaje es una forma de expresar en forma indeleble su lealtad al grupo que los integra, frente a una sociedad que los excluye.
A principios de este siglo comenzó a implementarse en Centroamericana una iniciativa denominada “Adiós, tatuajes”, que ayuda a los ex-mareros que quieran borrar los tatuajes de su cuerpo.

¿Fin de la violencia?
A principios de mayo, los líderes de Mara Salvatrucha y Barrio 18 firmaron una tregua con el aval del Gobierno salvadoreño, que se evidenció en una significativa disminución de las muertes violentas ocurridas en El Salvador, considerado el segundo país más violento del mundo por su tasa diaria de asesinatos. Mientras algunos ven esto como una estrategia de repliegue de las maras para reorganizarse y volver fortalecidos, los más optimistas ven en este gesto el comienzo de una nueva etapa en la historia de las maras y las sociedades centroamericanas.
Instituciones débiles, corrupción, resabios de los regímenes militares, impunidad, desintegración familiar, falta de contención en los hogares, desempleo, drogas, obtención de dinero fácil, falta de políticas sociales, ausencia de alternativas, y una cultura de la violencia ya instalada en todos los niveles de la sociedad que tiende a reproducirse con una dinámica propia en todas las relaciones y los vínculos humanos; todos estos son aspectos que intervienen en el origen y mantenimiento de las maras. Ellas son el doloroso síntoma de una sociedad que no logra integrar a sus jóvenes ofreciéndoles un modo de vida alternativo.
Que la solución a esta problemática no debe ser sólo policial es una lección que los dirigentes parecen haber aprendido, teniendo en cuenta que las  políticas de mano dura aplicadas durante la primera década del siglo no dieron los resultados esperados. Está claro que es un verdadero desafío el que enfrentan los gobiernos y las sociedades de la región.