Almas en pena, chapolas negras

Almas en pena, chapolas negras

MALOGRADO. Silva se suicidó a los 30 años

Por Fernando Vallejo
Colombia no tiene perdón ni tiene redención. Esto es un desastre sin remedio. El 24 de mayo de 1896, a las cuatro o cinco o seis de la madrugada (pero la hora exacta sí no la sabe ni mi Dios), José Asunción Silva el poeta, nuestro poeta, el más grande, se quitó la vida de un tiro en el corazón. Se lo pegó con un revólver Smith & Wesson, dicen que viejo. Dicen, dicen, dicen, ¡tantas cosas dicen! Y que los primeros amigos en llegar a la casa, enterados de la noticia, se encontraron a doña Vicenta, la mamá, desayunando tranquilamente en el comedor, y que les dijo: “Vean ustedes la situación en que nos ha dejado ese zoquete”. ¡Zoquete! En la palabra está la verdad de la frase. Ya nadie la usa. Hace años y años que la descontinuaron, que también se murió, como nos iremos descontinuando y muriendo todos: hombres, perros, gatos, hoteles, barrios y ciudades. Y lo que más gusto me da: papas y presidentes, rateros, mentira hipócrita, granujas todos.
¡Claro que doña Vicenta tuvo parte en la muerte de su hijo, y no sólo porque lo trajo a este mundo a sufrir! Por algo más. Porque no comprendió que hay una cosa vaga, indefinible, inasible, que se llama el espíritu, y que era inmenso el de su hijo, vastísimo, tan inconmensurable y lúcido como no había otro así en esa Colombia suya de tres millones, y como no lo hay tampoco en esta nuestra de treinta y tres. Treinta y tres millones que juntándolos a todos no hacen un solo individuo que valga.
Conocí a José Asunción Silva siendo yo un niño: en un cuadernito de versos, manuscrito, que me encontré entre los papeles de mi padre y que no sé quién copió. Tal vez él. Estaba escrito con una letra muy hermosa, con una caligrafía de esas que se lograban con las plumas de antes, de antes de las plumas fuentes, que había que estar metiendo y sacando, metiendo y sacando a un tintero y de él, pero que daban trazos gruesos o finos, amplios, fluidos, elegantes, esbeltos, y con las que yo aprendí a escribir, allá en Medellín y en mi remotísimo pasado. ¿Cuántos años tendría yo entonces, cuando leí por primera vez a Silva? ¿Nueve? ¿Diez? ¿Once? Ya no me acuerdo. Me acuerdo que eran las seis de la tarde, cuando en Medellín oscurece, y que estaba en el vestíbulo de mi casa llorando por él, por sus versos, la milagrosa belleza de esos versos suyos que me inundaban el alma, y porque se mató, lo matamos, nosotros, Colombia toda que no tiene esperanza ni perdón.
¿Pero si sabía yo que Silva se había matado, quién me lo dijo? Sin duda mi padre, aunque no de su propia iniciativa pues habiéndose matado, también de un tiro, a los veintidós años, su hermano, ¡qué iba a hablar de esas cosas! Me lo dijo porque se lo pregunté. Y si le pregunté por Silva es porque ya lo había encontrado, ya lo había leído. ¿Entonces? ¿En qué quedamos? En nada, no quedemos en nada. O sí, en que si no logro precisar ni lo que me pasó a mí mismo y cuándo leí por primera vez a Silva, ¡qué voy a poder precisar lo que le pasó a otro, a él, que murió hace cien años, esa pobre vida ajena perdida en el desbarrancadero del tiempo, en el pasado común sin fondo, más remoto, más brumoso, más insondable que el mío! ¡Claro que no!
El tiro eterno, ineluctable, del revólver viejo, debió de sonar enmohecido, apagado, porque en la casa nadie lo oyó: ni la madre, ni la hermana, ni la criada. Cuando la criada vino por la mañana a despertarlo, a traerle el té, lo encontró muerto. ¡Ay poeta, y cómo vamos a seguir los que aquí seguimos, sin rumbo fijo, ni cierto ni mentiroso, a la deriva en este mar de ruido! ¡Si todas las mentiras ya las gastamos, las devaluamos, y ya ni nos podemos engañar! Dios, el pueblo? ¡Cuál Dios, cuál pueblo! Dios no existe y el pueblo es la chusma paridora.
Voy a empezar por contar aquí algo que nadie sabe entre los vivos aunque sí lo debieron de saber muchos entre los muertos: los que leyeron El Diario Nacional del sábado 24 de mayo de 1919, vigésimo tercer aniversario de la muerte de Silva. En primera plana, ocupándola casi toda, aparece un reportaje de G. Pérez Sarmiento con la madre y la hermana del poeta, un reportaje que pretendía no serlo. Dice el repórter o cronista o como se quisiera él llamar, que en la casa de ellas, situada a poca distancia de aquella otra donde hacía veintitrés años se había matado Silva, lo reciben doña Vicenta y Julia “como a un amigo”, sin saber que en seguida él iba a escribir para el periódico sus “impresiones” y a repetir sus palabras. “Esto pues no es una interview”, dice el sofista. Y acto seguido repite lo que le dijo doña Vicenta: “Siempre recuerdan la fecha de la muerte de José; siempre en este día hay admiradores de mi hijo que vienen a visitarme. ¡Es un cariño especial el que tienen a la memoria de José! No me lo explico: ha habido tantas gentes de talento a quienes se tienen olvidadas…” Y hace una pausa. Observen eso: que no se lo explica. A los veintitrés años de la muerte de Silva, y cuando todo el idioma ya lo ha consagrado como uno de sus más grandes poetas, ella no se lo explica. ¿Sería señorío, modestia de ella? ¿O sería más bien que a pocos meses de su propia muerte (ella murió el 3 de enero del año veinte), doña Vicente Gómez Diago viuda de Silva todavía no entendía que su hijo no fue cualquier hijo de vecino, liberal o conservador, de los que hoy siguen votando y empuercando las calles? Por equidad, porque no tengo intenciones de sostener aquí ninguna tesis ni nada de nada, voy a consignar la continuación de sus palabras: «¡Me parece que lo estoy viendo! La barba negra sobre el pecho, los ojos… Hoy no hay en Bogotá un joven que tenga la belleza varonil de José… Como le he dicho, constantemente vienen aquí a visitarme admiradores de José: aquí vino Zamacois, Tablada, muchos extranjeros… » ¡Pobre señora! ¡Pobre José! José Asunción Silva que se había convertido ya para entonces en etéreo monumento nacional sin estatua porque la mezquindad nuestra no daba para tanto y su tumba, en el cementerio de los suicidas, en curiosidad turística. Uno iba a verla como antes, viviendo él, iba uno a ver el “Palacio de Cristal” de José Bonnet, un edificio de tres pisos con ventanas de vidrio. A Zamacois, el que menciona doña Vicenta, le dijo el cochero que lo llevaba al cementerio, a la visita de rigor: “Como el pobre se mató y la Iglesia no lo perdona y Bogotá no se ocupa en obtener su perdón…”
Después de 34 años de hablar y hablar y de proponer proyectos (que una escultura en mármol blanco de cuerpo entero, que un grupo escultórico mejor), le hicieron por fin su monumento: un bustico sobre un pedestal que instalaron en el Parque Santander, ex plaza de San Francisco, donde había nacido el poeta, y de donde lo mudaron a un lado, a otro, a otro, hasta que hoy día ya nadie sabe ni dónde está. ¿Dónde está Silva, la estatua? Ni en la mismísima Casa Silva saben dar razón.
LA NACION