Un papa carismático y estratégico que cultiva el misterio y la ambigüedad

Un papa carismático y estratégico que cultiva el misterio y la ambigüedad

Por José María Poirier Lalanne
Como acostumbra antes de emprender cada viaje apostólico, también esta vez el papa Francisco envió su saludo a los chilenos y a los peruanos que visitará. En el mensaje grabado les expresó su afecto y dijo que va como “peregrino del Evangelio, para compartir la paz del Señor y confirmarlos en una misma esperanza”. Senaló, además, que conoce muy bien las dos naciones. En Chile vivió como joven estudiante jesuita, conoció la obra social de San Alberto Hurtado y se trató con religiosos que hacían gala de una formación y un roce social que, en general, no era frecuente entre los miembros de la Compañía en la Argentina. Habría que remontarse en el tiempo para poder intuir los sentimientos del joven Bergoglio frente a una sociedad tan disímil en sus clases sociales como lo fue -y en parte lo sigue siendo- la chilena, y donde toda simpatía peronista era -y sigue siendo- ciertamente incomprensible.

Francisco considera con particular énfasis a los pobres y desheredados, a los excluidos y los que sufren injusticias: es un tema central de su pontificado, algo medular y que querría extender a toda la Iglesia. Por ello, en la nación trasandina suscita mucha expectativa lo que pueda decir. Sobre todo teniendo en cuenta que viaja al sur, donde el conflicto mapuche es fuerte, y al norte, donde temían que pudiera hacer mención de los temas ásperos con Bolivia.

Por otra parte, en un sentido u otro, sus viajes a países de América Latina siempre han tenido un cariz político que se agrega al religioso. Incluso, en ocasiones, da la impresión de que la visión del Pontífice y la de los episcopados fueran diferentes en determinados aspectos. Así sucedió en Brasil, en Bolivia, en Venezuela… Chile no parece ser la excepción.

Además, la Iglesia chilena no atraviesa un período de bonanza. Los escándalos referidos a abusos sexuales por parte de clérigos han deteriorado seriamente la imagen de la jerarquía católica. A ello se agrega la ausencia de figuras referenciales entre los obispos, alguno de los cuales ha sido abiertamente rechazado por la feligresía. Léase el caso de la diócesis de Osorno.

De todas maneras, más allá de los datos que pueden encontrarse en los medios o considerarse en círculos intelectuales, la fuerza de este papa reside en su extraordinaria capacidad para convocar multitudes y establecer lazos con personas de toda condición y sensibilidad. Algo que cuando era arzobispo de Buenos Aires no se advertía, al menos de manera tan espectacular. Impresiona la mirada de este hombre: se detiene en cada rostro (tal como señala que hará en su visita) y toca las manos de la gente; escucha aunque sea un instante a todo el que puede, transmitiendo la neta impresión en cada interlocutor de un encuentro profundo. Bergoglio sabe mirar y ver. La persona que lo encuentra se siente, por lo general, conocida y comprendida íntimamente, aunque muchos observen que él queda resguardado en el misterio de una personalidad concentrada e impenetrable.

Es un hombre de acción y de oración, y en ese sentido hondamente jesuita. Austero en sus costumbres, hábil en las relaciones humanas, imprevisible en sus decisiones. Y, además, es alguien que sabe conducir y ejercer el mando. Pareciera que en su mente, siempre atenta y poseedora de una memoria sorprendente, hay un laberinto de ideas y de estrategias, pero guiadas por una clara percepción de las prioridades elegidas. Bergoglio tiene claro lo que quiere y lo que puede. Es muy difícil para el resto saberlo, incluso para sus colaboradores cercanos o para ciertos personajes de la curia.

¿Cuáles serán sus palabras y sus gestos en las dos nuevas naciones latinoamericanas que visita? Lo sabremos pronto, acabada la gira. Antes solo conocemos elucubraciones y proyecciones, que muchas veces se demuestran erradas al concluir un viaje. De que le guste “hacer lío” no hay duda; la frase es suya. Que no ame los protocolos y se muestre desconfiado con quienes ejercen el poder está más que probado. Visita dos naciones con situaciones políticas complejas. En Chile, la transición de un gobierno a otro de signo diferente. El presidente electo estará atento a la expresión del rostro papal cuando lo salude. En Perú, la debilidad del primer mandatario luego, sobre todo, de la amnistía concedida al dictador Fujimori; con quien curiosamente se llevó bien el arzobispo de Lima, el ultraconservador cardenal Juan Luis Cipriani. El prelado peruano ciertamente nunca contó con las simpatías del actual pontífice, por más que ambos traten ahora de guardar las formas. La animosidad de Cipriani con los jesuitas de su patria era proverbial. Bergoglio, a pesar de las tensiones internas de la Compañía, no desconocía el problema.

Todo lo que se pueda señalar en estas líneas habría que enmarcarlo dentro de la visión global de Bergoglio sobre el continente latinoamericano. Su formación personal y su concepción política lo llevan a considerar esta realidad con ojos acaso más cercanos a los años 60 que a los actuales. Siente el peligro de la dominación imperial norteamericana, remarca su pasión por la “patria grande”, desconfía del comunismo y del capitalismo, tiende a pensar en terceras posiciones. Para él las reservas están en los fieles de la religiosidad popular, en las comunidades humildes, en quienes manifiestan su fe en las peregrinaciones y los santuarios. Allí descubre la fuerza de resistencia ante los embates de la globalización, el mercado, y las ideas iluministas y anticatólicas de la modernidad. Curiosamente, esa misma figura convoca los mayores encuentros ecuménicos, se abre con plena confianza a los diálogos interreligiosos y no teme dialogar con los espíritus agnósticos. Al mismo tiempo, como arzobispo nunca ejerció la censura en la Iglesia ni desautorizó a quien pensara distinto.

Como jesuita que es se siente a gusto en todos los ambientes, por más polémicos o indiferentes que se muestren. Sabe que tiene algo que decir y que cuenta con un testimonio personal. Respeta la libertad de conciencia de las personas, aun cuando lo critiquen. Pareciera que nada lo afecte demasiado, demuestra haber conocido duras batallas. No pierde la paz ni el sueño.

En el día a día da a entender, cada tanto, lo que quiere o hacia dónde apunta. Pero la ambigüedad parece ser su terreno preferido para ofrecer batalla. Casi nunca se toma vacaciones. Descansa en la oración diaria que, para él, es el momento más íntimo. Seguidor de Ignacio de Loyola, cree que según el precepto paulino hay que estar dispuesto a acercarse a todos. Claro que para él es también una estrategia para ganar contiendas.

Como pastor universal entiende que debe privilegiar las periferias. No le interesan demasiado el centro del poder, las teorías intelectuales de moda en el Primer Mundo, ni las lógicas de muerte que conducen a las guerras. Las consignas de no olvidar a los “descartados”, de que no nos sean “invisibles” los que sufren, de apuntar a un cambio radical en las relaciones políticas y en el cuidado de la naturaleza, nuestra “casa común”, son su mensaje y, quizá, su profecía.

Los historiadores saben que un hombre de Estado o un líder religioso por sí solo no cambian el mundo, pero a veces pueden ocupar espacios de comunicación y de comunión capaces de suscitar nuevas energías en vastos sectores de la sociedad y aportar esperanza al complejo y misterioso devenir de la historia.
LA NACIÓN