Llegó “la” fin del mundo

Llegó “la” fin del mundo

Por Nora Bär
Huracanes, terremotos, lluvias torrenciales que inundaron millones de hectáreas… A más de uno le costó aplacar la sospecha de una única causa por detrás de tantos eventos extremos y todos casi al mismo tiempo.
“¿Qué le estamos haciendo al planeta?” fue uno de los primeros comentarios que escuché el viernes pasado en un programa radial, mientras varios canales de distintos países se disponían a transmitir minuto a minuto imágenes inéditas de una lujosa Miami bajo las aguas (y luego insólitamente recorrida por caimanes), que por esas veleidades de la TV terminaron acaparando las pantallas y eclipsando otros desastres cercanos y no tan turísticos.
Esa sensación de estar protagonizando un film apocalíptico tiene reminiscencias de lo que ocurrió hace un siglo cuando el cometa Halley volvió a presentarse en una de sus visitas. En esos años, el astrónomo francés Camille Flammarion, autor de varias obras de divulgación, difundió una serie de predicciones sobre sus posibles efectos que ayudaron a crear una psicosis colectiva. Horacio Salas la reconstruye en su encantador e interesante El Centenario. La Argentina en su hora más gloriosa (Planeta, 1996), donde recuerda el pavor que sembró la perspectiva del acercamiento del cometa, que hasta llegó a inspirar suicidios. Según Salas, “la peculiar sensibilidad de la época, sumada a las creencias supersticiosas sobre la influencia nefasta del fenómeno cósmico”, llevó a una muchacha a envenenarse con el fósforo de cerillas disueltas en agua y a un recluso a beber “restos de cigarrillos macerados en alcohol de quemar”.

Su crónica recupera varios artículos periodísticos que lanzaban advertencias terroríficas. Uno, publicado en La Prensa el 1º de enero de 1910, aseguraba que “el envenenamiento de la humanidad por los gases deletéreos” no era probable. Pero, amenazaba, “si el oxígeno de la atmósfera llegara a combinarse con el hidrógeno de la cola cometaria, la asfixia inmediata sería inevitable”. Y agregaba: “Si, por el contrario, hubiera una disminución de ázoe, una sensación inesperada de actividad física se ejercería sobre todos los cerebros y la raza humana perecería en un paroxismo de alegría, de delirio y de locura universales, probablemente encantados de su suerte”.
Otros, más tremendistas, afirmaron que el 18 de mayo “el choque del Halley con la Tierra sería inevitable y que la humanidad sucumbiría”, que el género humano desaparecería y que llegaría “la fin del mundo”. Incluso hubo uno que les auguró el peor de los destinos en un diario porteño a “los industriales”, que morirían primero, mientras que “los justos, los obreros y los enamorados” se salvarían. En Chicago, las autoridades del Jardín Zoológico recordaron que durante la anterior aparición del Halley (en 1835) se había producido en Australia una epidemia misteriosa que había eliminado a millares de canguros. La Comisión General de Recepción del Cometa, integrada por científicos y figuras prominentes de la banca y la industria de esa ciudad, incluso recomendó “embotellar algo del aire” del 18 de mayo de 1910, cuando la Tierra pasara por la cola para transmitirla a los nietos. Llegaron a instruir al tesorero “para que comprase quince docenas de botellas de un cuarto litro de champagne para que, una vez vaciadas, fueran llenadas con partículas del Halley”.
La lista de calamidades variopintas (revestidas de tecnicismos, para darles verosimilitud) que se llegaron a contemplar es inimaginable. Por suerte, como se vio en la reunión de la semana última de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales y la NASA, que reunió en Buenos Aires a 300 especialistas de 20 países, hoy decenas de satélites (entre ellos, los argentinos) le toman el pulso al planeta. Ellos permiten anticipar y actuar en la prevención de emergencias ambientales. Y muestran que, por ahora, no estamos en “la fin del mundo”, a menos que a alguna mente extraviada y delirante se le ocurra jugar a la guerra nuclear…
LA NACION