La edición de la vida. El inquietante poder de “reescribir” los genes

La edición de la vida. El inquietante poder de “reescribir” los genes

Por Federico Kukso
A fines de octubre de 1949, un misterioso sobre se deslizó por debajo de la puerta de la habitación 65 del Hospital University College en Londres. La carta había viajado seis mil kilómetros desde Wrightwood, California, Estados Unidos, hasta llegar allí, a las manos de Eric Arthur Blair, el ocupante más famoso del ala privada de ese hospital universitario, más conocido por su seudónimo literario, George Orwell.
Con asombro, el autor de la por entonces recientemente publicada novela 1984, que hacía meses buscaba recuperarse de los azotes de la tuberculosis, la abrió y leyó: “Muy amable de su parte pedirles a sus editores que me mandaran un ejemplar de su libro”. Orwell escaneó la carta para ver quién desde tan lejos le agradecía y al pie halló la respuesta: Aldous Huxley. Luego de los protocolares párrafos cordiales, su colega británico iniciaba un duelo silencioso y epistolar: “En el curso de la próxima generación, creo que los gobernantes del mundo descubrirán que el condicionamiento infantil y la narcohipnosis son más eficaces como instrumentos de gobierno que los garrotes y los calabozos, y que el ansia de poder puede satisfacerse completamente mediante el acto de convencer a la gente de amar su servidumbre en lugar de patearlos y flagelarlos para que obedezcan -aseguraba convencido Huxley, quien hacía unos años ya había alarmado al mundo con su retrato pesimista del futuro en Brave New World (Un mundo feliz)-. En otras palabras, en mi opinión siento que la pesadilla de 1984 está destinada a ajustarse a la pesadilla de un mundo que se asemejará más al que imaginé yo en Brave New World”.
Dos de los más famosos escritores vivos de aquel momento se disputaban el título de “dueño del futuro”, competían por ver quién le auguraba el mañana más oscuro a la especie humana. No era la primera vez que estos dos gigantes literarios se cruzaban. En 1917, en las elitistas aulas del colegio Eton, un jovencísimo profesor Huxley le había enseñado al alumno Orwell a decir “el futuro es oscuro” en francés.
Ninguno de los dos vivió lo suficiente para ver el resultado de aquel enfrentamiento. Orwell falleció en enero de 1950; Huxley en 1963. Hoy, más cerca del año 2030 que del mítico 2001, podemos decretar por el momento un empate técnico. Los fantasmas de 1984 y Un mundo feliz asolan al unísono el presente. “Orwell temía a quienes nos habrían de privar de información. Huxley temía a aquellos que nos darían tanta información que nos veríamos reducidos a la pasividad y el egoísmo -escribió el sociólogo Neil Postman-. Orwell temía que nos transformásemos en una cultura cautiva. Huxley temía que nos convirtiéramos en una cultura ocupada en trivialidades.”
Así como “Funes el memorioso” de Borges es el cuento más leído y citado por neurocientíficos, Un mundo feliz opera entre biólogos y genetistas como un terrorífico cuento de cuna. Después de 86 años de publicado sigue siendo actual. No por su visión sobre una sociedad narcotizada y dominada por el uso masivo de una droga, sino por su advertencia acerca de las consecuencias sociales de lo que hoy poco a poco se encamina a convertirse en realidad: la manipulación genética de la humanidad.

Modernos Prometeos
“La idea del gen es una de las más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia.” Desde el escenario del teatro Brattle, en Cambridge, Estados Unidos, el oncólogo de origen indio Siddhartha Mukherjee da cátedra, alienta al público en la presentación de su nuevo libro El gen: Una historia personal (publicado recientemente en la Argentina por Debate) para que abra los ojos ante el nuevo mundo que se despliega. Una gran revolución científica ha comenzado: “Sólo en los últimos cuatro años, se han desarrollado tecnologías que nos permiten modificar de manera intencionada y permanente genomas humanos -explica este escritor ganador del premio Pulitzer-. Ahora podemos leer genomas y también reescribirlos, de una manera que era antes inconcebible. Esta capacidad para comprender y manipular genomas altera lo que para nosotros significa ser ‘humano'”.
Mukherjee habla de CRISPR, la técnica que desde 2012 enciende la imaginación de biólogos, consterna a bioeticistas y excita a empresarios farmacéuticos. Desde el descubrimiento de la estructura del ADN en 1953, la biología no era arrollada por unas siglas, en este caso un acrónimo recordable que se escucha en universidades, institutos, oficinas de patentes y fiestas de cumpleaños de científicos.
Hay una razón: “Durante los aproximadamente 300.000 años de existencia de los humanos modernos, el genoma del Homo sapiens ha sido moldeado por las fuerzas gemelas de la mutación aleatoria y la selección natural -dice la microbióloga estadounidense Jennifer Doudna, una de los muchos padres de la técnica CRISPR/Cas9-. Ahora, por primera vez, poseemos la capacidad de editar no sólo el ADN de cada ser humano vivo, sino también el ADN de las generaciones futuras, en esencia, para dirigir la evolución de nuestra propia especie”.
Como quien con un procesador de textos borra, corrige y agrega letras y párrafos, con esta técnica de edición genética que funciona en casi todas las especies en las que se ha probado, los científicos pueden de manera rápida, barata y sorprendentemente precisa arreglar los errores gramaticales de la naturaleza al cortar, eliminar y cambiar a voluntad secuencias de ADN de cualquier ser viviente.
A diferencia de los organismos genéticamente modificados (GMO) en los que se toma un gen de una especie y se lo inserta en otra, con CRISPR es posible alterar o eliminar cualquier secuencia en un genoma de billones de nucleótidos (o letras que componen nuestro manual de instrucciones interior). “La enzima llamada Cas9 funciona como el cursor del editor de texto Microsoft Word -explica Feng Zhang, joven investigador del MIT, primero en probar que esta técnica funcionaba en células humanas y de ratones in vitro-. Se posiciona sobre un fragmento del texto genético y marca un corte. Imaginen poder manipular una región específica del ADN casi como corregir un error tipográfico. Así eliminaremos muchas enfermedades genéticas.”
CRISPR -acrónimo en inglés de Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats (“repeticiones de palíndromos cortos agrupados a intervalos regulares”)- y sus componentes tienen varios apodos no asignados por publicistas sino por los propios científicos, hackers de genes. Además de “descubrimiento del siglo”: “corta-pega genético”, “escalpelo celular”, “bisturí o tijeras moleculares”.
En rigor, la edición genética no es nueva. Lo que destaca a CRISPR es que ha hecho de un proceso difícil algo barato y preciso. Hasta hace poco alterar incluso un solo gen tomaba meses o años. Sus posibilidades son inmensas: mientras cambia radicalmente la investigación en las ciencias de la vida, promete reconfigurar la naturaleza como nunca lo hemos hecho antes. Hito tras hito: en laboratorios, empresas biotecnológicas ya han comenzado a usarla para editar el genoma de la soja, arroz y la papa en un esfuerzo por hacerlos más nutritivos y resistentes a las sequías. Se han creado mosquitos que bloquean al parásito causante de la malaria. En 2015, científicos chinos fueron los primeros en modificar embriones humanos con esta técnica. En 2016, la FDA de Estados Unidos aprobó ensayos clínicos con CRISPR en 18 pacientes con tres tipos de cáncer (mieloma, sarcoma y melanoma). Y a comienzos de agosto de este año un equipo internacional de investigadores estadounidenses, chinos y coreanos anunció haber corregido en embriones humanos el gen de la enfermedad hereditaria miocardiopatía hipertrófica, causa frecuente de muerte súbita en deportistas y jóvenes.
“Dentro de pocas décadas, bien podríamos tener cerdos genéticamente modificados que pueden servir como donantes de órganos humanos, pero también mamuts lanudos y unicornios. No, no estoy bromeando -escribe Doudna en su reciente libro A Crack in Creation-. Estamos en la cúspide de una nueva era en la historia de la vida en la Tierra. No pasará mucho tiempo antes de que CRISPR nos permita manipular la naturaleza a nuestra voluntad.”

La revolución del genoma
A principios del siglo XXI, el Proyecto Genoma Humano nos permitió conocernos íntimamente como especie. Saber, pese a nuestros agigantados egos, que tenemos menos genes que una planta y unos centenares más que un gusano. De leer el “libro de la vida” ahora pasamos a reescribirlo. Nunca ha habido una herramienta biológica más poderosa, con más potencial para mejorar el mundo y al mismo tiempo ponerlo en peligro.
Toda nueva tecnología en cierto momento estimula reacciones de polo contrario: euforia y rechazo. La edición genética, por ejemplo, trae promesas de salvación a miles de individuos que sufren de condiciones incurables. Se conocen hasta el momento alrededor de cien mil enfermedades causadas por la mutación de un solo gen (si bien hay otras miles más, como la diabetes, el autismo, el Alzheimer y el cáncer, provocadas por múltiples factores genéticos). Utilizando esta técnica, sería posible en teoría editar el gen de la enfermedad de Huntington en una mujer incluso antes de que la mujer naciera. No sólo ella estaría libre de la enfermedad. Tampoco la transmitiría a su futuros hijos.
Parece lógico, entonces, que la técnica se aplique lo antes posible entre los menos afortunados en la lotería de la vida. Sin embargo, al igual que en otros grandes relatos del progreso científico, CRISPR contiene sus reservas. Por empezar, pone en tensión cuestiones discutidas desde hace décadas por la epistemología médica, tales como “¿qué es una enfermedad?”. A lo largo de la historia humana, ha habido numerosos intentos de curar condiciones que hoy no son consideradas enfermedades. Recién en 1973 la homosexualidad fue eliminada del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM).
Las revoluciones genéticas inducen vértigo moral. CRISPR no sólo tiene una acción correctiva, también abre las puertas al mejoramiento genético. Los científicos más eufóricos -como el genetista de Harvard George Church- aseguran que con CRISPR se podría llegar a manipular la masa muscular, la altura, la apariencia, la longevidad, hacernos resistentes a las infecciones, más tolerantes al calor o al frío, más aptos para viajes espaciales. La cuestión es: si podemos, ¿debemos?
Además de coquetear con el antiguo deseo de la perfectibilidad humana, despertar miedos de la ciencia fuera de control (en 2016, el director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos incluyó la edición genética en la lista de potenciales armas de destrucción masiva), CRISPR resucita las ambiciones eugenésicas de la primera mitad del siglo XX. Hasta ahora, los biólogos carecían de herramientas para forzar cambios genéticos específicos en toda una población. “La edición de la línea germinal humana puede inadvertidamente llevar las desigualdades económicas de nuestras sociedades a nuestro código genético, así como crear un tipo diferente de injusticia -advierte Doudna-. El uso de la edición de genes para ‘arreglar’ enfermedades como la sordera u obesidad podría conducir a una sociedad menos inclusiva, que presiona a todos a ser iguales en lugar de celebrar nuestras diferencias naturales. Después de todo, el genoma humano no es un mero software con errores que debemos eliminar categóricamente. Parte de lo que hace que nuestra especie sea única, y nuestra sociedad tan fuerte, es su diversidad.”
¿La especie humana se dividirá entre individuos mejorados genéticamente y rebeldes del upgrade como en la película Gattaca? ¿Nacerán nuevas formas de discriminación? ¿O, como ocurrió con los bebés de probeta, las polémicas se disiparán en la nada? Cada avance multiplica preguntas.
Como advertía la antropóloga Paula Sibilia en El hombre post-orgánico: “El cuerpo ya no se descarta por ser pecador, sino por ser impuro en un nuevo sentido: imperfecto y perecedero”. En pocas generaciones, los cuerpos disciplinados de la sociedad industrial pasaron a ser concebidos en la nueva era industrial de la genética como cuerpos obsoletos, editables.
Los debates que se suceden alrededor de CRISPR están marcados por el argumento de la inevitabilidad: la idea del determinismo tecnológico que dice que una vez que una tecnología está disponible, tarde o temprano, sus aplicaciones no deseadas se vuelven una realidad. “La edición genética humana es inevitable -asegura la filósofa canadiense Françoise Baylis- porque está movida por las fuerzas no tan invisibles del capitalismo y por la convicción de que el futuro es nuestro para moldearlo.”
En un mundo post-natural, CRISPR impulsa cambios sísmicos: una carrera intercontinental -entre la “ciencia occidental” y la “ciencia china”, regidas por distintas regulaciones- y el nacimiento de un gran negocio. Porque, detrás de la batalla publicitaria por imponer en la opinión pública el rostro sonriente del científico responsable de esta técnica maravillosa -Doudna, Zhang o el español Francisco Mojica- y así hacer lobby por un futuro premio Nobel en una especie de Game of Thrones de la genética, hay una feroz guerra de patentes en la que están en juego miles de millones de dólares en regalías.
“Necesitamos un manifiesto para un mundo posgenómico”, incita Mukherjee. Como insisten filósofos, bioeticistas y demás adalides de la precaución: son cuestiones que conciernen a toda la especie. El tema es suficientemente importante para dejar que los científicos decidan solos.
LA NACION