El desafío de ver al otro

El desafío de ver al otro

Por Fabiana Fondevilla
¿Cuál es tu punto de vista?
Parece una pregunta sencilla. Alcanza con esbozar, con mayor o menor elocuencia, nuestra postura sobre el tema en cuestión. Pero si alguien preguntara, en cambio, “¿cuál es tu cosmovisión?”, el interrogante se vuelve más arduo de responder.
Reconocer que vamos por la vida no solo con un cúmulo de puntos de vista sino con una determinada visión de la realidad, un par de anteojos a través de los cuales lo vemos todo, es un desafío hasta para las mentes más avezadas. Nada es tan cercano como la propia mirada, nada tan difícil de “quitarnos” el tiempo suficiente para poder apreciar, con algo parecido a la objetividad, el punto de vista de otro. Y, sin embargo, en esta elusiva cualidad radica nuestro potencial de crecer como personas, de ejercer la empatía y la compasión, de establecer diálogos verdaderos y gestar vínculos en lugar de confrontaciones.
La palabra “cosmovisión” remite al conjunto de ideas y creencias a través de las cuales interpretamos nuestras vivencias y percepciones. Dice el académico N.T. Wright: “Las cosmovisiones son como los cimientos de una casa: vitales pero invisibles.” Esta visión particular de cada uno opera como un filtro de doble función: por un lado, impide la entrada de toda aquella información que no coincida con los “cimientos” de nuestra casa, y por otro, rescata y privilegia aquella que sí.

Tania Singer y Matthias Bolz, investigadores del Departamento de Neurociencias Sociales del Max Plank Institute, de Alemania, diseñaron un programa científicamente validado para enseñar compasión en los colegios, las cárceles y otros ámbitos. El programa, volcado en el libro “Compassion. Bridging Practice and Science” (Compasión. Tendiendo un puente entre la ciencia y la práctica”), busca cultivar la compasión -el deseo y la motivación de aliviar el sufrimiento de otro-, sobre la base de tres pilares: presencia (capacidad de percibir las propias emociones y sensaciones), afecto (abrir el corazón, cultivar sentimientos de amor y benevolencia hacia uno mismo y los demás) y perspectiva (facultad de reconocer el punto de vista propio y el de los demás).
Detengámonos en este último punto: ¿cómo es posible enseñar a alguien a ver más allá de lo que ve? Por un lado, el programa hace pie en prácticas contemplativas que entrenan a las personas a observar los propios pensamientos (permitiéndoles des-identificarse de ellos y percibir su naturaleza transitoria). Por otro, se apoya en técnicas psicológicas que ayudan a reconocer los distintos “personajes” que nos habitan, de modo de poder distinguir qué parte nuestra está actuando en cada situación. Y por último, enseña a reconocer e identificar los puntos de vista – también cambiantes y relativos- de las personas que nos rodean.
Pero he aquí lo interesante: por detrás de estos pensamientos fluctuantes, por debajo de los personajes, hay un ser calmo e inmutable que también nos habita, o, quizás, al que habitamos, que podríamos llamar “Yo superior”, conciencia testigo o naturaleza esencial. Paradójicamente, reconocer la efervescencia de pensamientos y emociones que agitan la superficie de nuestra conciencia en algún momento nos lleva a preguntarnos por ese lugar inmutable al que siempre, eventualmente, retornamos, aunque más no sea que para disfrutar de un respiro de nuestra diaria cacofonía.
¿Cuál fue el resultado del programa de Singer y Bolz? Al concluir las 39 semanas de práctica, las personas que tomaron el curso mostraron cambios concretos en su funcionamiento cerebral, con una mayor activación de las zonas del cerebro vinculadas con las emociones positivas, y la compasión en particular.

Inteligencia espiritual
De ese ser ecuánime que atestigua nuestros pensamientos y emociones se ocupa Cindy Wigglesworth, coach de coaches, en su libro Las 21 aptitudes de la inteligencia espiritual. Un paso más allá de la inteligencia emocional. Esta ex directora de Recursos Humanos de Exxon se abocó un día a investigar sus dificultades vinculares en el trabajo, y terminó por elaborar una teoría amplia y abarcadora acerca de la facultad que nos permite a las personas actuar desde nuestra naturaleza más elevada. Llamó a esta facultad “inteligencia espiritual” y la definió como “la capacidad de actuar con sabiduría y compasión, manteniendo la paz interior y exterior, en cualquier circunstancia”. Suena a mucho, pero esa es, ni más ni menos, la nobleza que admiramos en aquellas figuras que nos abrigan el corazón: los Gandhi, Mandela, Madre Teresa y Luther Kings del mundo.
En la visión de Wigglesworth, conquistar esa nobleza depende en gran medida de poder distinguir cuándo estamos actuando desde el Yo Superior y cuándo desde el yo pequeño, con su ejército de personajes, actitudes y puntos de vista. Por eso es que la aptitud número 1 que propone desarrollar es, precisamente, la capacidad de reconocer desde dónde nos paramos para mirar al mundo.
Va un ejemplo curioso que cita Wigglesworth sobre cómo opera esta visión tácita, en la “distancia social” aceptable en las distintas culturas. En Estados Unidos, por ejemplo, se espera que una persona se pare a un mínimo de 45 centímetros (nariz a nariz) de otro con el que dialoga. ¿Qué pasa cuando un brasilero se muda a ese país, y en su primera reunión en la oficina le habla a una compañera a unos meros 15 centímetros de distancia? Pasa que ella retrocede, sintiendo su privacidad invadida, y él avanza hasta cerrar la brecha, sintiéndose rechazado, y así continúan, camino a un conflicto (o al menos antipatía) seguro. Ambos se sentirán molestos con el otro; ninguno cuestionará esa “distancia permitida” que cada cual lleva puesta como un uniforme.
Por supuesto, esto no significa que no haya en el mundo diferencias significativas, atropellos e injusticias concretas a las que hacerles frente. Pero cuando partimos de una visión del mundo polarizada (“él/ella/ellos contra mí”), barremos de un plumazo los matices, inflexiones y complejidades que nos constituyen como individuos, y a la vez, aquel sustrato profundo que subyace a esas diferencias: nuestra común humanidad.
Ciertamente es tentador ir por la vida protagonizando una película de buenos y malos; ninguno de nosotros está más allá. Pero más acá, en los claroscuros propios y los de quienes nos rodean, hay una película más interesante hecha de aciertos y de errores, de vulnerabilidades y fracasos, de deseos de crecer, de comprender, de trascender, de amar. Ahí, diría el sabio Rumi, nos podremos encontrar.
LA NACION