¿Somos buenos por naturaleza?

¿Somos buenos por naturaleza?

Por Fabiana Fondevila
Niños asesinos. Ataques terroristas. Personas durmiendo en la calle en pleno invierno. Violencia, maltrato y discriminación. Estas noticias salen a nuestro encuentro con suficiente frecuencia para hacernos dudar de la bondad esencial del ser humano. Debemos hacer un esfuerzo consciente por recordar que, por más terribles que sean estas realidades, son -por definición- excepciones a la regla, y que la mayor parte del tiempo no nos regimos por la crueldad y la indiferencia, sino por emociones más afines a lo que entendemos por la expresión “ser humano”.
Emociones como la que movió a Alberto, un hombre de 68 años, a perdonar al asaltante que lo había golpeado, y a desearle una vida mejor. Gestos que avivan una añoranza profunda, más profunda que cualquier cinismo, de una esencia que recordamos pero que a veces no logramos encarnar.

¿Existe una naturaleza esencial de la especie? ¿Podemos descubrirla?
Hasta hace no tantos años, reinó en las ciencias sociales una imagen del hombre movido únicamente por el auto-interés, una interpretación poco fidedigna del legado de Charles Darwin y su “supervivencia del más apto” (llevada luego a la biología con la idea del “gen egoísta”). El mundo que pintó Darwin en “El origen de las especies” era, ciertamente, uno de competencia por el territorio, por el alimento, por las hembras, por el poder, por la vida misma. Doce años más tarde, en su menos conocida secuela “El origen del hombre”, el inglés haría hincapié en otra clase de tendencias en el ser humano: la cooperación y la reciprocidad, el cuidado de los jóvenes, la proclividad a unirse en grupos y a preocuparse por lo que piensan o sienten de uno los otros miembros de esos grupos; en otras palabras, a pertenecer y pertenecernos.

En esta obra Darwin conjetura que nuestros impulsos morales nacen de la empatía y la compasión, que se forjan en el vínculo parental y familiar y se fortalecen con prácticas y hábitos sociales. Estos impulsos altruistas serían -según el científico- automáticos, instantáneos (no dando tiempo al pensamiento, ni a elegir por placer o displacer), y más fuertes que los impulsos de auto-preservación.
Hoy abundan los estudios que confirman esta hipótesis. Los más conocidos son los realizados con bebés y niños pequeños, que revelan que chicos de 1.5 años ayudan espontáneamente a un adulto que simula estar “en problemas”, sin esperar nada a cambio. También prefieren al personaje “bueno” del “malo” en una obra de títeres, inclinándose decididamente por el primero cuando los personajes se acercan después de la obra a ofrecerles una galletita. Y yendo más atrás en el tiempo, bebés de apenas unas semanas lloran al escuchar el llanto de otros niños -las nenas en mayor proporción que los varones-, no por susto (no provocan la misma reacción otros ruidos más fuertes) sino por contagio emocional. En otras palabras, por empatía.
Pero hay sombras en el paraíso: a estas mismas tempranas edades, los impulsos altruistas de los niños compiten con inclinaciones tribales: bebés de tres meses de edad muestran preferencias claras por miembros de su propia raza, y chicos de un año se inclinan por personas que hablan su propio idioma. A esto se le suman luego influencias que cimentan esta proclividad, y nacen el racismo y la xenofobia. Está claro: nuestra naturaleza altruista tiene todavía importantes barreras que superar.
He aquí lo importante: vamos en ese camino. Dice el neurocientífico Steven Pinkler (sumándose a otras voces autorizadas): “Ciertamente, la violencia ha estado declinando durante grandes períodos de la historia, y hoy probablemente estemos viviendo en el momento más pacífico de nuestra especie en la tierra. En la década de Darfur e Irak, esta declaración puede parecer alucinatoria o hasta obscena. Pero si consideramos la evidencia, hallamos que la declinación de la violencia es un fenómeno fractal: podemos verlo disminuir a lo largo de milenios, siglos, décadas, y años”.
Basta leer relatos autobiográficos de personas que vivieron en la Edad Media, por ejemplo, para entender lo mucho que ha cambiado nuestra forma de ser y de pensar. En esas historias, una persona podía apuñalar a otra por la calle solo porque le pareció que lo había mirado mal, y nadie arqueaba una ceja en señal de desaprobación. Es más, a veces el hecho era festejado como un inesperado espectáculo callejero.

Cuando “el otro” ya no es tan otro
Con el desarrollo de la conciencia nos enteramos de que los demás tienen una vida interior como la nuestra, que también sufren y añoran ser felices. Este conocimiento desalienta la discriminación y el prejuicio, y extiende nuestra empatía a círculos cada vez más grandes: del clan a la tribu, de la tribu a la nación, de la nación a todos los seres humanos (de cualquier género, raza o nacionalidad), de todos los seres humanos a todos los seres vivos (de cualquier especie).
Esta evolución se erige sobre máximas morales como la regla de oro: “Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti”, o el imperativo categórico del filósofo Immanuel Kant: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. Pero mucho antes de ese salto cognitivo, nuestro altruismo se expresó en emociones. Emociones como el amor, la compasión, el perdón, la generosidad, la gratitud; emociones que -al decir del investigador Dacher Keltner en su libro “Born to be good” (Nacidos para ser buenos)- nos abrieron el camino a una vida significativa, y siguen siendo la principal motivación de la mayoría de nuestras acciones cotidianas.
Quizás la pregunta importante no sea si nacimos buenos, si ya lo somos, si llegaremos a serlo. La pregunta es si estamos decididos a cultivar esas emociones esenciales, a contagiárselas a nuestros hijos, a defenderlas de nuestros propios instintos en contrario. Cada día somos libres de elegir, como los niños del estudio, como Alberto, entre el egoísmo que nos hunde en la soledad, y el amor que nos une y nos eleva. Elijamos bien.
LA NACION