Nixon, el presidente-DT

Nixon, el presidente-DT

Por Ezequiel Fernández Moores

Richard Nixon escucha a Joe Frazier mientras camina en 1970 por los jardines de la Casa Blanca. “Devuélvale la licencia a Alí. Le quiero ganar por usted”, le pide el nuevo campeón de los pesos completos. “Seguro -le responde el entonces presidente de Estados Unidos- me gusta eso”. El pedido, revelado por Frazier décadas después, tiene éxito. Al año siguiente, la Corte Suprema se aferra a un tecnicismo y levanta la condena de cinco años de prisión contra Alí por su negativa a combatir en Vietnam. Alí ya es un símbolo de los pacifistas, potenciado tras la denuncia por la matanza de 241 civiles desarmados en el pueblo de My Lai y las protestas y tomas de universidades por la invasión de Camboya. “Alí es su odio particular. Nixon no puede verlo ni en dibujos”. Se lo confiesa Nelson Rockefeller, gobernador de Nueva York, a Jackie Robinson. El ex beisbolista, símbolo de lucha contra el racismo, se lo cuenta a su vez al propio Alí, frustrado porque Rockefeller, temeroso de irritar a Nixon, niega la licencia al boxeador maldito. La gestión de Frazier sí tiene éxito. El campeón vence a Alí por puntos. “La Pelea del Siglo” se celebra en el Madison Square Garden el 8 de marzo de 1971. Esa misma noche ocho activistas roban papeles claves de una oficina del FBI en Filadelfia. Los filtran a la prensa. Es un anticipo del escándalo de Watergate que hace cuarenta años provocó la renuncia de Nixon. Es el presidente que, en plena guerra, ve football americano y diagrama jugadas para sus equipos favoritos. Los Washington Redskins juegan en 1971 su primer playoff desde 1945. Ganan 10-3 sobre el final del primer tiempo y tienen una nueva ofensiva para sacar ventajas acaso decisivas ante los 49ers en San Francisco. El técnico George Allen ordena una jugada inusual y Roy Jefferson es tackleado. Los Redskins terminan perdiendo 24-20. El quarterback Billy Kilmer se queja. Cuenta que un tiempo atrás, cuando él estaba en plena charla táctica con Allen, Nixon, como solía hacer, llamó al ténico por teléfono para contarle una jugada que había pensado. Los diarios recuerdan entonces las visitas de Nixon a los entrenamientos de los Redskins y su vieja amistad con Allen. El mito de la jugada fracasada de Nixon, desmentido luego por algunos de los protagonistas, se alimenta luego con otra llamada del entonces presidente al técnico Don Shula, de los Miami Dolphins, antes del Superbowl de 1972 frente a los Dallas Cowboys. “¡Qué buena idea!”, le contesta Shula tras escuchar la nueva jugada sugerida por Nixon. Los Dolphins pierden 24-3. Ni siquiera anotan un touchdown. A fines de 1969, Nixon va al partido de football universitario Texas-Arkansas y sorprende a todos cuando declara que el ganador debe ser el nuevo campeón. En esas horas se conocen detalles espeluznantes de la masacre de My Lai. Estudiantes negros toman la Universidad de Harvard. Sus asesores cuentan que no podían molestar a Nixon cuando miraba partidos. Recuerdan un bombardeo masivo de 1972 sobre Hanoi y Haiphong bautizado “Operación Linebaker”. Y que Nixon, en los comunicados internos del gobierno durante la Guerra de Vietnam, tenía el apodo de “Quarterback”. “No es casual -escribió Dave Meggyesy, exlinebaker de St Louis Cardinals- que tanta locura estuviera conducida por un lunático del football”. El football americano sirve a Nixon para quitarle votos al racista George Wallace, lo mismo que las carreras de autos. Lo recuerda Mario Andretti, a quien Nixon le arranca una foto oportuna en la Casa Blanca. Nixon va a partidos de football y béisbol, pero no a los camarotes VIP de los patrones de las franquicias. Se sienta entre la gente, como uno más. “Sabemos que ganar es más divertido, pero habiendo ganado y perdido, sé que la derrota nos ayuda a aprender lecciones para luego volver a intentar”. Nixon habla con conocimiento de causa. En 1960 pierde elecciones presidenciales ante John Fitzgerald Kennedy y en 1962 vuelve a perder ante otro candidato demócrata la gobernación de California. Se rehace y en 1968 es elegido presidente de la nación. Y reelegido en 1972 con más del sesenta por ciento de los votos. Sus éxitos en la política internacional también van de la mano con el deporte. Anticomunista furioso, en 1972 es sin embargo el primer presidente de Estados Unidos que visita China. El deshielo que abre las relaciones comenzó con “La Diplomacia del Ping Pong”, el equipo de tenis de mesa que Nixon envió un año antes, primera delegación deportiva de Estados Unidos en Pekín desde 1949. También en 1972 Nixon viaja a Moscú para firmar un histórico acuerdo antinuclear, aunque esta vez la carta deportiva casi termina en desastre. Bobby Fischer vence a Boris Spassky y pone fin a la hegemonía del ajedrez soviético, pero sus locuras en Reykiavik casi obligan a escribir un nuevo capítulo de la Guerra Fría. Henry Kissinger, por entonces asesor clave de Nixon, se encarga de disciplinar a Fischer: “Estados Unidos -le ordena- quiere que vayas y derrotes a los rusos”. Uno de los principales aliados latinoamericanos de Nixon es el millonario dictador nicaraguense Anastasio Somoza. Su temible Guardia Nacional retiene parte de los 150.000 dólares y 26 toneladas de comida, ropa y medicamentos que el puertorriqueño Roberto Clemente, primer gran astro latino del béisbol norteamericano, envía a Managua tras el terremoto que mata a siete mil personas el 23 de diciembre de 1972. Clemente, luchador sindical y contra el racismo, viaja de inmediato. El avión se cae en el Atlántico el 31 de diciembre. Su cuerpo nunca aparece. Nixon le rinde homenajes. Y dona mil dólares de su bolsillo para las víctimas. A esa altura, Nixon ya no tiene a su lado al gran Jackie Robinson. “Acompañarlo -admitiría Robinson- no fue una de mis mejores decisiones”. El ídolo del béisbol lo apoyó en la campaña electoral, seducido por promesas de cerrar la Guerra de Vietnam y dar mejoras a negros y mujeres (el deporte femenino, hay que decirlo, agradece a Nixon la histórica enmienda constitucional Título IX, que equiparó derechos con los hombres). Muchos años antes de su fracasada gestión por Alí, Robinson se frustró el día que Nixon ni siquiera visitó a Martin Luther King, que sufría prisión injusta. Robinson dejó definitivamente a los republicanos cuando arribó Barry Goldwater, un millonario racista apoyado por el Ku Klux Klan. “Comprendí -dijo entonces- cómo podían sentirse los judíos en la Alemania de Hitler”. También el ídolo NBA Wilt Chamberlain apoya a Nixon. “El Tío Tom más alto del mundo”, se burla Alí. Nixon, que murió en 1994, se niega a perdonar a John Carlos y Tommie Smith los atletas suspendidos de por vida por el gesto rebelde del Black Power en el podio de los Juegos Olímpicos de México 68. Carlos cuenta en su autobiografía que el FBI pinchó todos sus teléfonos y lo persiguió como nunca en los años de Nixon. También Alí, y muchos otros, tienen sus telefónos intervenidos. Una vieja costumbre que, en rigor, no inicia la administración Nixon. Sus asesores, eso sí, aprovechan las obsesiones de “Tricky Dick” (Ricardito el tramposo) para esconder micrófonos en 1972 en la oficina del Partido Demócrata, en el complejo de edificios Watergate, en Washington. La trama se desnuda en julio de 1973. La prensa mundial se autocelebra desde entonces por la investigación del Washington Post, con las convenientes omisiones del caso. El diario, claramente más conservador que en los años del Watergate, hoy pertenece a Jeff Bezos, fundador de Amazon, un millonario Forbes que, con la compra, ganó poder e influencias. Estados Unidos, además de los bombardeos de siempre, ahora escucha teléfonos también afuera de su país. No se salvan ni los presidentes amigos. Nixon, que alguna vez confesó que le hubiese gustado ser periodista deportivo, renuncia el 9 de agosto de 1974. Queda su segundo, Gerald Ford, brillante jugador de football americano y estrella del equipo que fue campeón nacional en sus años de estudiante en la Universidad de Michigan. El, sí, es un verdadero deportista en la Casa Blanca.

FUENTE: LA NACIÓN