Barbosa, la triste historia del arquero mal señalado como culpable del Maracanazo

Barbosa, la triste historia del arquero mal señalado como culpable del Maracanazo

Por Ezequiel Fernández Moores
Los vecinos de la calle Joao Romariz, en el barrio de Ramos, en Leopoldina, zona norte de Río de Janeiro, creen que en el número 56 hay un incendio. El humo aumenta. En la casa, sin embargo, todo está tranquilo. El automóvil De Soto Luxo, como siempre, permanece estacionado frente a la puerta. Y dentro de casa, Clotilde, vestido claro, estampado, habla y sonríe con Moacyr, camisa de seda, short oscuro y medalla de oro de Nuestra Señora Aparecida. Moacyr ve que las llamas alcanzan buena altura, entre cerámicos y flores rojas y amarillas. Llegan invitados y curiosos. Reciben explicaciones y asisten a la ceremonia en silencio. No miran la carne, que ya está lista para ir a la parrilla. Miran el fuego. La madera que se convierte en brasas. Es 1963 y Moacyr Barbosa está quemando los postes que, trece años atrás, fueron su prisión perpetua. Son los postes del Maracanazo, la final del Mundial de 1950 que Brasil, dijeron todos, perdió por su culpa. Cantó Tabaré Cardozo: “Quema los palos Barbosa/ del arco de Brasil/ la condena del Maracaná/ se paga hasta morir”.
A casi catorce años de su muerte, Barbosa sigue sin paz. En 2009, una epidemia de dengue en Praia Grande, litoral de San Pablo, obligó a encontrar nuevos espacios para enterrar tantos muertos. Las autoridades quisieron remover su tumba en el cementerio municipal. Tereza Borba, heredera, resiste desde hace años y ahora quiere que la tumba sea un centro de atracción turística. Puso en subasta el trozo de uno de los postes malditos que Barbosa salvó de su propio fuego. Barbosa, ya retirado, trabajaba en 1963 en el Maracaná y su jefe, Abelardo Franco, le regaló los postes cuando la FIFA ordenó instalar nuevos arcos de hierro. Los viejos postes de madera aparecen en Maracaná, documental uruguayo presentado hace unos días en el Festival de Cine de Punta del Este. La sala Cantegrill estalló en gritos de gol cuando Alcides Ghiggia, único sobreviviente y allí presente, sorprendió a Barbosa, quien intuyó centro atrás y descuidó el primer palo. Fue el 2-1. El gol acaso más mítico en la historia de los Mundiales, anotado ante una multitud récord de 200.000 personas, el diez por ciento de la población de Río de Janeiro.
Al primero que le escuché la historia de los postes fue a Eduardo Galeano. Barbosa le dijo que los partió con un hacha y los quemó hasta hacerlos ceniza. Pero “el exorcismo -escribió Galeano- no lo salvó de la maldición”. “En Brasil -dijo una vez Barbosa, después de que, en 1993, supuestamente, le prohibieron ingresar a una concentración de la selección, por mufa-, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí.” Dos libros brasileños reconstruyeron en 2013 la historia de los postes quemados, con el añadido del asadito. Barbosa, de Roberto Muylaert, y Queimando as traves do 50, de Bruno Freitas. También tengo Anatomía de una derrota, el fabuloso libro que Paulo Perdigao escribió en 2000. Unos meses atrás, Geneton Moraes Neto presentó Dossié 50. Entrevistas que hizo en los 80 a los once titulares de aquella final. “Todos con el estigma del naufragio.” “Todos -me dijo hace poco Ghiggia- señalan a Barbosa, pero esa tarde yo volví loco a Bigode.”
Pocos saben que, en realidad, el primer apuntado apenas terminó el partido fue Bigode, desbordado por Ghiggia en los dos goles. Pasó dos años dentro de su casa. Sólo salía para ir a entrenarse. El DT Flavio Costa y el plantel señalaron siempre a Juvenal, porque falló en ambas coberturas. La noche previa a la final, Juvenal, autorizado a salir, volvió a la concentración tarde y borracho. Venía del Dancing Avenida, un cabaret en el centro de Río. Mantuvo el puesto sólo porque el suplente Nena estaba lesionado. Ese equipo fue el primer Brasil subcampeón de la historia. Ninguna otra selección brasileña llegó a anotar 22 goles en un Mundial. En la rueda semifinal, después del 7-1 a Suecia (mayor goleada de Brasil en todos los Mundiales), se produjo el 6-1 a España, según muchos, la mejor exhibición de una selección verdeamarilla en el Maracaná. “Fútbol del futuro”, lo describió el periodista inglés Brian Glanville. Pero no hubo título. “Antes de la final -dijo Ademir, goleador con 9 tantos- tenía una fortuna en mis manos. Era nombre de pelota, marca de chocolate y cigarrillos y hasta concejal. Cuando terminó el partido, era un hombre muerto.” El eterno señalado, sin embargo, siguió siendo Barbosa. “Ése -le dijo una madre a su hijo al verlo por la calle- es el hombre que hizo llorar a doscientos millones de brasileños.”
La reconstrucción del día final desnuda que la derrota pudo haberse debido a algo más que a las fallas de dos jugadores negros (Barbosa y Bigode) y de un mulato (Juvenal). A las 7 de la mañana, los jugadores asisten a una misa organizada por una radio. “Éstos -los presenta en portada el diario O Mundo- son los campeones del mundo.” A las 11 comienza el almuerzo, pero hay que pararse porque llega Cristiano Machado, candidato a presidente. “Están a un paso de dar a nuestra patria un trofeo que figurará bien alto en el pedestal de la inmortalidad”, les dice el político. Le sigue Adhemar de Barros, candidato a senador. Y luego Eduardo Rios, ministro de Educación. Los socios de Vasco da Gama -la concentración es en Sao Januario- reclaman a Adhemir, su ídolo. Un desconocido invoca misión oficial y hace firmar a los jugadores decenas de fotos que luego planea revender a precio de oro. “Vámonos ya mismo al Maracaná”, decide Costa. El micro toca un portón y Augusto, el capitán, se raspa la cabeza. Una versión indica que los jugadores debieron bajarse para empujar el ómnibus. Costa dispone colchones en el piso del vestuario, apaga la luz y hace sándwiches de queso para los que ni siquiera pudieron almorzar. Faltan tres horas para el partido. Ya cerca del inicio, la charla final de Costa es interrumpida porque llega Angelo Mendes de Morais. “Ustedes -dice el alcalde por los 254 altavoces del estadio-, que en pocas horas serán aclamados campeones por millones de compatriotas. Ustedes, que no tienen rivales en todo el hemisferio? Ya los saludo como vencedores. Yo cumplí mi promesa construyendo este estadio. ¡Ahora cumplan con su deber, ganando la Copa del Mundo!” Su busto, fuera del estadio, cae destruido tras la derrota. Es el único daño de la multitud en luto. “Prepararon la fiesta para coronar al rey, pero el rey -diría luego Barbosa- murió antes de tiempo.”
“Clotilde -le dice Barbosa a su esposa al día siguiente de la derrota-, vestite que vamos a salir.” Suben al De Soto Luxo. Pasean. El arquero compra un regalo a Clotilde. En el cine, unos jóvenes amagan decir algo. Años después, a otro joven burlón Barbosa le pregunta si sabe “por qué la vaca defeca mucho y el cabrito hace apenas una aceituna”. “Si no sabés ni de la mierda, no podés hablar conmigo de la Copa del Mundo.” Barbosa fue elegido mejor arquero del Mundial. Ganó todo con el Vasco da Gama. No fue al Mundial siguiente por una fractura de rodilla. Atajaba sin guantes. Sufrió seis fracturas en la mano izquierda y cinco en la derecha. Se rompió tres costillas. Las crónicas recuerdan atajadas formidables. Se retiró a los 42 años. 1300 partidos. Los gastos para curar a Clotilde liquidaron sus ahorros. Muerta su esposa, en 1996, y cansado de que siempre le preguntaran sólo sobre el gol de Ghiggia, Barbosa se refugió en Praia Grande. Tereza Borba se convierte en la hija que no tuvo. Barbosa ubica su silla al lado de su quiosco, sobre la playa, en Cidade Ocean. Tereza logra que el Vasco le pague a Barboza el alquiler de un humilde departamento de 50 metros cuadrados. Allí lo entrevista Muylaert. El periodista termina su libro con un cuento que fue llevado al cine. El actor Antonio Fagundes hace del hombre que ve el futuro y que se desespera para avisarle a Barbosa que Ghiggia apuntará al primer palo. Para evitar “nuestro Hiroshima”, como lo exageró Ary Barroso. También Geneton Moraes hizo un documental con Dossie 50. El trabajo, una verdadera lección de historia, comienza jugando con un poema de Walt Whitman: “¡Viva para los que cayeron! ¡Y para aquellos cuyos buques de guerra se hundieron en el mar! ¡Y para todos los generales de estrategias derrotadas! ¡Fueron todos héroes!”.
LA NACION