“Alargar una vida desgraciada es cruel”

“Alargar una vida desgraciada es cruel”

Por Nora Bär
¿Qué mejor lugar para un encuentro con Mario Bunge que el Café del Lector de la Biblioteca Nacional? Son las primeras horas de la tarde, el día es primaveral y los mozos saludan con familiaridad al circunstancial vecino de Recoleta, instalado por algunas semanas en Buenos Aires para participar del Seminario de Filosofía de la Ciencia de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. En octubre de 2013 se incorporó como miembro de la Academia Nacional de Ciencias Exactas y dio una disertación: “¿Existe el efecto Aharonov-Bohm?”.
A los 94, Bunge sigue siendo el conversador ameno, provocativo y controversial de siempre. Dice que la Argentina es el país “de los progresos y retrocesos; por cada paso adelante hay un paso atrás, de modo que en definitiva la ganancia neta es nula”; tilda de “escuelas Mickey Mouse” a las que enseñan “comunicación, ingeniería de software y cosas así”, y se queja de que disminuye el interés por la ciencia y la filosofía. Sin embargo, agrega: “Lo interesante es que el lugar de los varones está siendo reemplazado por mujeres. Se interesan más, son muchísimo más trabajadoras, se distraen menos con jueguitos”.
Hijo del médico y diputado socialista Augusto Bunge y de la enfermera alemana Maria Schreiber, su espíritu contestatario se revelaría muy pronto: a los 19 fundó la Universidad Obrera Argentina. Graduado de la Universidad Nacional de La Plata, después de emigrar trabajó en varias casas de estudio de Estados Unidos y en 1966 se radicó en Montreal, donde enseñó hasta hace cuatro años en la Universidad McGill, la más antigua de Canadá. A lo largo de todo ese tiempo, dio clases o investigó en la Argentina, Uruguay, Brasil, México, Alemania, Italia, Dinamarca y Suiza, y fue invitado a países como China, Japón, Nepal, la India, Israel, Egipto, Yugoslavia, Francia y España. Le concedieron diecinueve doctorados honoris causa y, en 1982, el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades. Tiene cuatro hijos, todos científicos y profesores, con los que se comunica diariamente por mail o por Skype. “Me jubilé a los noventa, principalmente por la sordera -cuenta-. Siempre necesitaba que algún alumno me repitiera lo que me preguntaban y eso hacía las clases más pesadas.”

-Usted no es de los que creen, como Hardy decía de los matemáticos, que la ciencia “es un deporte para hombres jóvenes”.
-No, no. Los deportistas a los treinta o cuarenta años se tienen que retirar. Los científicos pueden seguir hasta edades avanzadas. Yo publiqué mi último paper en física hace exactamente diez años y ahora, cuando me incorporen a la Academia de Ciencias, voy a presentar algo que se me ocurrió este verano.

-¿Cuántos libros publicó hasta ahora?
-No llevo la cuenta, pero contando traducciones pasan del centenar.

-¿Desde muy chico ya tenía inclinación por la ciencia?
-Me interesaba la filosofía, en particular la filosofía de la física. Y me di cuenta de que para poder entender eso necesitaba entender física. Entonces empecé a estudiar física como medio para hacer filosofía; poco a poco me fui entusiasmando y durante unos años me desentendí de la filosofía. Pero de pronto me topé nuevamente con problemas filosóficos de mecánica cuántica. Durante varios años enseñé las dos materias, en la Argentina y en Estados Unidos.

-Dada su voracidad intelectual, en la escuela debe haber sido el primero.
-Para nada, ¡era de los últimos! Era mal alumno, porque me interesaban mucho más otras cosas, por ejemplo, la filosofía, la literatura, la política. Además iba a un colegio [el Nacional de Buenos Aires] cuyos profesores no eran docentes profesionales, sino aficionados, amigos del rector o algo así. Había solamente uno realmente dedicado, además de ser competente, que respetaba y alentaba: el profesor de francés, Oscar Moyano. Me enseñó a amar la literatura francesa. Desde entonces, cada vez que leo a algún autor francés, a Molière o Le Clézio, a Balzac o Anatole France, me acuerdo de Oscar Moyano. Nos alentaba, era muy sensible. Pero descuidé tanto mis estudios que finalmente me aplazaron en varias materias. Incluso en castellano, lo que me pareció injusto, porque la carpeta que yo presenté estaba llena de poemas, ensayos y cuentos. Pero había cometido el error de no memorizar las famosas Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Yo me negaba porque me parecían cursis. ¡Habiendo tantos grandes poetas, nos hacían leer de lo peor! Y además cosas sin interés.

-Su rebeldía lo acompaña desde la cuna.
-Sí, entonces decidí irme, me pasé a un colegio nacional corriente y di todos los exámenes como alumno libre. En la facultad me fue muy bien, porque eran cosas que me apasionaban.

-¿Comenzó al mismo tiempo su vocación por la literatura y por la filosofía?
-Así es. Mi papá me regaló una máquina de escribir vieja cuando yo tenía siete años, pero por falta de disciplina nunca aprendí a escribir al tacto. Todavía hoy cometo muchos errores. En cambio, mis hijos vuelan sobre el teclado.

-Su última obra es Filosofía para médicos (Gedisa, 2012). ¿Qué lo llevó a escribirlo?
-Hablando con el doctor [Daniel] Flichtentrei, que es periodista, cardiólogo, un hombre muy culto, pensamos en hacer un libro juntos, pero como yo estaba mucho más libre, ya jubilado y él, en cambio, recargado de tareas, “me corté solo”. El problema del diagnóstico médico me venía interesando desde hacía mucho tiempo, porque es un problema de los llamados “inversos”: va del efecto, el síntoma, a la causa. Y los problemas inversos o bien no tienen solución, o bien tienen muchas soluciones. La mayor parte de la gente abarca problemas directos. Es decir, dada una ecuación, trata de resolverla. Pero el problema inverso (dado un resultado, encontrar la ecuación) es más difícil. Además, mi padre era médico y mi madre, enfermera. En mi casa, la mitad de las conversaciones eran sobre medicina y la otra mitad, sobre política.

-Allí trata muchos temas candentes, como el encarnizamiento terapéutico.
-Es el abuso de pruebas diagnósticas, de medicamentos. Por ejemplo, el caso de enfermos terminales a los que se los hace seguir sufriendo innecesariamente porque se sabe que lo único que se puede hacer es prolongar la miseria.

-¿Qué criterio debería seguir el médico para saber cuándo detenerse?
-Hay que abandonar el precepto tradicional de alargar la vida lo más posible. Lo que importa no es la longitud, sino la calidad. Alargar una vida desgraciada, de dolor, es cruel. Al venir hacia aquí, en el parlamento de la provincia de Quebec, donde resido, se estaba discutiendo un proyecto de ley sobre muerte digna que permitirá al enfermo pedir que lo asistan para suicidarse. Hoy, la gente con medios, cuando se siente morir y no quieren ayudarlos, va a Suiza. En el futuro, podrán ir a Quebec.

-¿Está de acuerdo con el suicidio asistido?
-Completamente. La máxima de mi sistema ético es: “Disfruta de la vida y ayuda a vivir”. Si llega un momento en que ya no se puede disfrutar ni ayudar a otros, es mejor desaparecer con el mínimo dolor para uno mismo y para los demás.

-A partir de la disponibilidad de tests genéticos y prenatales de propensión a enfermedades, y de tests diagnósticos cuyos resultados son discutidos incluso entre los médicos, se habla mucho sobre conceptos como “riesgo” y “probabilidad”. ¿Qué debería saber el público para tomar decisiones informadas?
-Mire, toda esa charla acerca de la probabilidad de contraer una enfermedad o de curarla es completamente irresponsable. Porque los procesos de los que se ocupa la medicina no son aleatorios, son causales. Lo que hay es otra cosa y es importante: la frecuencia. Por ejemplo, se sabe que ciertas enfermedades ocurren con mayor frecuencia si hay antecedentes familiares. Pero eso es otra cosa. No son probabilidades. Por otro lado, hay muchas medidas de riesgo y ninguna de ellas es correcta. Por ejemplo, en finanzas se usa como medida de riesgo la amplitud u oscilación de precios en el mercado, pero eso no tiene nada que ver con el riesgo. Es una medida de la volatilidad, que es muy diferente del riesgo. Hablar de riesgo cuando no se tiene una medida precisa es irresponsable. No es científica esa manera de hablar.

-Uno de los temas que lo preocupan es el de las medicinas alternativas o pseudomedicinas, en cuya popularidad influye mucho el efecto placebo. ¿Qué sabe la ciencia sobre este fenómeno?
-Se estudia, pero desde hace pocos años. Obviamente, se debe a la influencia que tienen procesos que ocurren en la corteza cerebral sobre el sistema inmune. Si esos procesos inducen un estado de ánimo optimista, favorecen al sistema inmune. Entonces, tiene efecto terapéutico, pero transitorio. No detiene procesos degenerativos, ni el cáncer ni el Alzheimer, porque éstos ocurren en el nivel celular e intracelular. Tengo un colega en McGill que se especializa en el estudio científico del efecto placebo, pero no hay mucho porque requiere ocuparse de la interacción entre dos sistemas que antes se creían aislados, el nervioso y el inmune. Ahora se sabe que están vinculados.

-¿Por qué cree usted que el curanderismo y las “medicinas alternativas”, sin bases científicas, tienen todavía tanta influencia, incluso entre gente educada?
-Son personas educadas, pero no conocen el método científico. Para aprobar un medicamento hacen falta dos cosas: primero, estudios de laboratorio para saber cuál es el mecanismo de acción; segundo, ensayos aleatorizados. Hay que tomar dos muestras al azar, la experimental y la testigo. Eso ya lo discutió Claude Bernard en su gran libro Introducción al estudio de la medicina experimental, que fue la obra que inspiró al doctor Houssay. Eso lo cuenta en sus memorias y a mí me impresionó enormemente. Bernard no sólo fue un gran científico, sino también filósofo. Fue una persona importante para la filosofía. Y por ser importante se lo ignora en la Facultad de Filosofía.

-Según cuenta en Pseudociencia e ideología (reeditado en 2013 por Laetoli), Freud fue en su juventud uno de sus héroes (junto a Einstein y Marx). Hoy, su posición sobre el psicoanálisis es conocida; pero muchos neurocientíficos recuperan la figura de Freud basándose en que él advirtió que gran parte de los procesos de la mente son inconscientes en un momento en que no había tecnologías para explorar el cerebro, como la resonancia magnética funcional.
-Eso no es cierto. El concepto de inconsciente aparece por lo menos en el siglo XVIII. Hume se refiere a eso. Tolstoi en su gran novela La guerra y la paz le dedica todo un párrafo. En 1870, cuando Freud gateaba, apareció un libraco de Eduard Von Hartmann, que estaba en mi casa: Das Unbewusste [Philosophie des Unbewussten, 1869]. Era un libro muy conocido, traducido a todas las lenguas europeas; cuando Freud estudió seguro que lo leyó. De manera que es un mito de todos los que ignoran la historia de la psiquiatría, como cuando se dice que Freud o Charcot fueron los primeros en hacer que los insanos fueran tratados humanamente. No es cierto. El primero fue Philippe Pinel. Un siglo antes, en 1798, a Pinel, que era un materialista convencido, lo ponen al frente del hospital de la Salpêtrière, donde vivían 15.000 personas con sus familias, había negocios. era una ciudad. Pinel prohíbe que se apalee a los locos, que se les den duchas frías.

-También escribe que la psiquiatría está muy atrasada. ¿Qué habría que hacer para modernizarla?
-Los psiquiatras deberían estudiar más neurociencias. Antes se estudiaba el cerebro muerto. Eran patólogos los que estudiaban el cerebro. Alrededor de 1930, más o menos, [el neurocirujano canadiense] Wilder Penfield fue uno de los primeros en estudiar el cerebro vivo. Aplicaba descargas eléctricas muy leves en la corteza cerebral para ubicar los distintos centros. Junto con una psicóloga muy eminente, Brenda Milner, estudiaba a los pacientes que sufrían epilepsia, fue el primer neurocirujano científico. Antes se operaba de forma completamente empírica y se quitaban cantidades enormes de tejido nervioso. Eso ya no se hace. Hay que hacer psiquiatría biológica. Hay que olvidar a Freud, a Jung, a Charcot y a todos los demás charlatanes.

-¿Cree que una mayor formación científica de la población mejoraría la calidad de nuestra vida cívica?
-Seguramente, porque al tomar decisiones, sean políticas o médicas, debemos hacerlo sobre la base de ciertos conocimientos.

-¿Aunque las decisiones, según dicen las neurociencias, son bastante irracionales?
-Sí, muchas veces son impulsivas, puramente emocionales, pero a veces, por ejemplo, en el caso de la política, tenemos antecedentes, sabemos qué puede ocurrir, y en el caso de la medicina también. Pero volvamos al caso de la gente que aún teniendo algún grado de conocimientos científicos se hace atender por curanderos. ¿A qué recurren? A anécdotas. “A mí me fue muy bien”, “A la tía María le fue muy bien”. Son anécdotas, no tienen ningún peso. Hay que ver cuál es el porcentaje. La cosa es muy grave, porque en países como Estados Unidos, por ejemplo, lo que gasta la gente en acupunturistas, homeópatas, psicoanalistas, etcétera es equivalente a lo que gasta en hacerse atender por médicos auténticos. Son sumas enormes, grandes negocios. Entonces, hay que educar a la gente. No basta saber que a la tía María le fue bien con el acupunturista o con el homeópata, porque el efecto placebo siempre está en la cabecera de los enfermos. Y no sólo de los enfermos, sino también de los votantes.

-Su productividad deja sin aliento. ¿Sigue alguna rutina particular?
-Yo trabajo todos los días. Estudio, escribo papers o capítulos de libros, respondo y hago consultas. Siempre he consultado con muchos científicos y filósofos del mundo entero. He tenido una correspondencia muy nutrida. Hace veintipico de años o treinta, dedicaba un día por semana a la correspondencia. Entonces decidí cambiarme de nombre. Le pregunté a mi editor de Springer si publicaría mis cosas bajo un seudónimo. “De ninguna manera -me dijo-, eso sería una estafa, no podemos hacerlo.” Ya había encontrado un nombre muy lindo: en lugar de Mario, Raimo, que es un nombre finlandés, y Gebun, pero. Por la mañana empiezo contestando pedidos de recomendación, preguntas, etcétera. Después continúo escribiendo o reviso revistas científicas, en particular Science, Nature, American Sociological Review y varias otras. Y libros, por supuesto. Pero mi capacidad de trabajo ha disminuido mucho, tengo que dormir una siesta después de almorzar, cosa que antes no hacía. Antes podía trabajar desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche con muy pocas interrupciones.

-Es sin duda un privilegiado. ¿Podemos revelar su secreto?
-Bueno, primero, no dejar de trabajar. Ser moderado y regular en los hábitos. Yo no fumo, no bebo, no como de más, no como porquerías, si puedo evitarlo, pero no hago suficiente ejercicio, de modo que mis piernas ya no funcionan como antes. Hasta hace unos años hacía deportes, últimamente sólo hago natación. Además, evito tóxicos: por ejemplo, no leo a Heidegger más que lo indispensable para criticarlo. Lo mismo con Husserl, Nietzsche y Hegel. Ya me envenené cuando era joven leyendo a Hegel. Creía en todo ese macaneo, hasta que me di cuenta de que Hegel fue el primer posmoderno, el primer cruzado de la contra-Ilustración, el más importante. Pero su importancia se debe a que se ocupó de problemas importantes, a diferencia de estos “idiotas” como Derrida, Deleuze, que ni siquiera saben de qué hablan. Hegel se ocupó de problemas importantes, que resolvió mal, por supuesto.

-Ahora está abocado a su autobiografía. Con su memoria, tantos años, tanta lectura y tanta filosofía, ¿cuántas páginas calcula que tendrá?
-Ah. no puedo incluir todo. Sólo cosas de “posible” interés para el lector.
LA NACION