Qué podemos esperar del nuevo papa

Qué podemos esperar del nuevo papa

Por Luis Gregorich
pocos días de finalizada la celebración de la Pascua, la Plaza de San Pedro en Roma ha ido volviendo lentamente a la normalidad. Un nuevo inquilino, cansado de tantas ceremonias pero feliz, ha quedado instalado en el Vaticano. Es el nuevo papa, Francisco , ex cardenal Jorge Mario Bergoglio y ex arzobispo de Buenos Aires. Ya se ha dicho mil veces: primer jesuita papa, primer argentino papa. Su estilo coloquial, su cercanía con la gente, su calidad y sencillez pastoral lo han convertido rápidamente en el personaje mediático más apreciado del mundo. Pronto habrá libros sobre su vida; el cotillón alusivo inunda los negocios. Sin despreciar el entusiasmo que suscitó este inesperado desembarco, quizá convenga detenerse un poco y reflexionar acerca de claroscuros y esperanzas futuras.
Para que no haya dudas, aclaro que haré ese repaso desde un lugar que no es el de un militante católico, ni siquiera el de un creyente (a pesar del arraigado catolicismo de mi familia paterna eslovena), sino el de un viejo socialdemócrata agnóstico, término este último puesto en circulación hacia 1860 por el biólogo inglés Thomas Huxley, el abuelo de Aldous, autor del memorable Ciego en Gaza. Agnóstico, es decir, aquel que cree que es indemostrable tanto la existencia como la inexistencia de Dios. Completo mi agnosticismo con la admirable frase de Kant: “El cielo estrellado, en lo alto; dentro de nosotros, la ley moral”.
El primer asunto que debió despejar el nuevo papa, rigurosamente personal y que a la vez lo excedía, era su actuación, como provincial de los jesuitas durante la última dictadura militar argentina, en el caso de dos integrantes de la orden que fueron secuestrados, desaparecidos y torturados, hasta que se los liberó a los seis meses. Los testimonios y documentos existentes que hemos podido consultar y confrontar estos días niegan claramente cualquier complicidad del entonces provincial Bergoglio. De lo peor que podría acusárselo, tal vez, como dijo Adolfo Pérez Esquivel, es de “falta de coraje”. ¿Pero a quién le sobró esa virtud en ese trágico tiempo? ¿Y por qué no suponer que contribuyó a la liberación y no a la detención?
En realidad, esta injusta personalización encubre otro tema más complejo y aún sujeto a debate. ¿Cuáles fueron las actitudes de la mayoría de las cúpulas eclesiásticas latinoamericanas (no digamos de “la Iglesia”, mejor definida como “la congregación de todos los fieles”) en recientes dictaduras? Callaron ante estruendosas injusticias y avalaron regímenes autoelegidos. ¿Qué podemos pedirle al nuevo papa en este campo?
Las grandes religiones, con inclusión del catolicismo, no presentan al mundo sus autocríticas, salvo cuando varios siglos las separan de los hechos o teorías polémicos. Es difícil que el papa Francisco, que por su edad podría ser calificado de pontífice “de transición”, dedique su tiempo de papado a autoflagelarse o lavar culpas institucionales. Puede haber, sí, un compromiso tácito de sustentar consensos democráticos y adaptarse a la globalización. Esa orientación, afín al papa, no necesariamente llevará a conflictos con regímenes populistas, pronosticados por algunos vaticanistas de prestigio.
Es improbable que el papa Francisco pueda sortear al mismo tiempo todos los obstáculos que se le presentarán. Pero al menos los conoce y ha estado afortunadamente distanciado de sus enredos. Está la burocracia vaticana, que tiende al conservadurismo, como todas las burocracias. No sabemos de qué modo ha influido en la elección papal; no sabemos cuánto poder cederá en la etapa que se inicia, permitiendo una conducción descentralizada y de impronta pastoral. Y es necesario recordar los episodios de corrupción financiera, la tortuosa actividad del IOR (Instituto para las Obras de Religión) o Banco Vaticano, las muertes violentas del jefe mafioso Michele Sindona y del banquero Roberto Calvi, la quiebra del Banco Ambrosiano y las denuncias de VatiLeaks. Y no olvidar a condenables pederastas y pedófilos.
Por otra parte, los que estamos “fuera” de la Iglesia (hablo por mí) tenemos una concepción diferente de los derechos civiles: aceptamos el divorcio, defendemos el matrimonio igualitario y propugnamos la flexibilización de las disposiciones legales sobre el aborto, identificándolas con un mayor control de la mujer sobre su cuerpo. Asimismo, apoyamos un debate sobre la supresión del celibato sacerdotal. No nos engañemos: no habrá cambios de fondo de la Iglesia Católica sobre estos temas, ni con Francisco ni con otro papa. Sin embargo, ¿por qué, a pesar de todo, esta vez hemos experimentado, con la nueva elección, un casi irracional sentimiento de esperanza?
Descartemos, por favor, las burdas homologaciones con la mezquindad de la política nacional. Es cierto que, como el Papa es argentino, y dado que ha tenido relaciones algo turbulentas con las presidencias Kirchner, hubo un primer momento de regocijo entre los opositores, y una sensación de desconcierto en el oficialismo. Pero prolongar artificialmente esta situación es inútil e imposible. El eventual deseo de la oposición de aprovechar el pasado del Papa sería tanto o más miserable que el declarado propósito del Gobierno de “apoderarse” de su presente.
El Papa, más allá del papel que él mismo se adjudique, ejerce un liderazgo de proyección universal, en el que se combinan lo espiritual (enfatizado por la propia Iglesia) y lo político (que nosotros inevitablemente analizamos). Y creo que lo que ha hecho bajar nuestras defensas y reducir nuestras prevenciones, aun manteniendo desacuerdos difíciles de modificar, ha sido el discurso “de presentación” del Papa, entendido no como mero texto, sino como el conjunto de sus palabras, gestos y actitudes, a partir de la asunción.
Resueltamente, estamos ante un papa social, que conoce la pobreza en su país y en el mundo, y que nos parece sincero y decidido en su propósito de convertir a esta preocupación en el eje de su papado. No es casual que haya elegido, para nombrarse, al Pobrecito de Asís. La Iglesia ha trabajado largo tiempo en su doctrina social; en la época moderna, esa tarea se inicia con la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII, que entre sus objetivos tuvo el de competir con el naciente socialismo. Hoy el papa Francisco parece decirnos -y seguramente lo dirá también a otros líderes mundiales- que la lucha contra la pobreza no tiene dueños, que debe despolitizarse y universalizarse.
Iglesia de los pobres y, al mismo tiempo, diálogo interreligioso. Es otro punto que está, sin duda, en la agenda de Francisco. La reunión o al menos la aproximación sistemática de los tres grandes credos monoteístas -cristianos, judíos, musulmanes- podría empezar colaborando con el advenimiento de una paz duradera en Medio Oriente, hoy una región gravemente amenazada.
Sigamos con interés, aun en la disidencia, a este papa del oxímoron: un moderado activo, un impulsor del cambio con valores permanentes. Démosle tiempo para que dialogue y convenza, sustentados otra vez en Kant: “Un hombre, todos los hombres como fines en sí mismos”.
LA NACION