Pequeños pueblos serranos

Pequeños pueblos serranos

Traslasierra tiene su Yacanto
Pierre Dumas
YACANTO.- San Javier y Yacanto son dos pueblitos situados al pie del cerro Champaquí, en el valle de Traslasierra. Están a menos de 20 kilómetros de Villa Dolores y no muy lejos de Merlo, en la vecina provincia de San Luis. Aun en pleno verano, son menos concurridos que el vecino Nono -se puso de moda hace unos años en la vecindad de Mina Clavero- y conservaron el aspecto rústico de antaño. A este Yacanto de Traslasierra no hay que confundirlo con Villa Yacanto de Calamuchita.
Llaman la atención algunas casas de estilo inglés en medio de construcciones donde predomina el adobe. Décadas atrás, San Javier y Yacanto eran destinos de veraneo apreciados por los ingleses que trabajaban y desarrollaban los ferrocarriles de la región, y fueron ellos quienes crearon el Hotel Yacanto, clásico de la comarca, en lo que fue un antiguo molino harinero.
Aunque se organicen para los turistas más activos expediciones hasta la cumbre del Champaquí, son dos destinos más que nada apreciados por su calma, su estilo relajado y sus tranquilas caminatas y buenas mesas. Las ofertas no abundan en cantidad, pero sí en calidad.
A escasos kilómetros, La Población es el tercer pueblito que forma esta especie de triángulo turístico poco conocido, pero entrañable en el sur del Valle de Traslasierra. La región cuenta con canchas de golf, buena gastronomía -que se orienta poco a poco al movimiento slow food- y artesanía de buen nivel. Desde hace siglos, la región es conocida por sus olivares. Uno de los mejores recuerdos que se pueden llevar es una botella de aceite extra virgen producida en el valle. También hay nogales y otros cultivos, cuyos productos se pueden degustar en las numerosas casas de té y los establecimientos de la región.
Hacia el Norte y hacia Nono, se puede conocer el Dique la Viña, algo apartado de la ruta, al norte de Villa Las Rosas. El camino es un hermoso paseo en sí mismo. Luego de serpentear al pie entre los relieves de la sierra se llega hasta el lago artificial y el impresionante paredón de más de 300 metros de altura que conforma el embalse. Tal como permiten imaginar las numerosas casitas que venden cañas y lombrices, es un buen sitio pesquero. Se pueden capturar pejerreyes o practicar deportes como el kayakismo.
Volviendo al camino principal, muy cerca está el paraje de Las Rabonas, donde hay varios establecimientos que merecen la visita. Uno de ellos se llama Eben Ezer y está escondido entre los bosques, luego de recorrer un par de kilómetros por un camino de tierra. Es un puesto de adobe, mantenido tal como era hace siglos, donde se fabrican y venden dulces y licores artesanales de todas las plantas nativas y cultivadas en la región. Hay que probar, entre muchos otros, su licor de apio, nuez y almendras.

La Serranita se luce en el valle de Paravachasca
Martín Wain
LA SERRANITA.- El ómnibus nos deja en la ruta, frente a una garita. Tardó una barbaridad desde Buenos Aires: 13 horas. Junto al cartel algo hippie que indica la entrada del pueblo nos espera un amigo, Alejandro, que llegó dos días antes, en auto con su familia. “¿Pero a qué hora salieron de Retiro?”, pregunta descreído. Él había tardado ocho horas. “¡Y con una parada para comer!”, agrega para molestar. El error no fue de los choferes, sino nuestro: cuando una empresa te vende pasajes directos a un lugar como La Serranita, significa que también nos detendremos en todos los otros pueblos pequeños del camino. Será el famoso lechero , exclusivo para gente con paciencia.
Pero el malhumor se esfuma como el ómnibus detrás de la primera curva, cargamos los bolsos en el auto de Alejandro e ingresamos al pueblo por una calle de tierra. Tres minutos más tarde, descargamos el equipaje en la hostería, enterramos las zapatillas en el fondo del bolso y caminamos media cuadra hasta el río. Malla, ojotas, chapuzón; la secuencia perfecta para olvidarse de la ciudad por unos días.
La Serranita forma parte del Valle de Paravachasca, una región menos renombrada que sus pares de Punilla (al Norte) y Calamuchita (al Sur), pero con un puñado de villas que despiertan enseguida la pregunta de cuánto costará un terrenito para venirse a vivir acá dentro de unos años. Por ahora, para los que estamos de paso, hay hosterías y cabañas en alquiler que les ganan terreno a los hoteles, ya que tienen cocina y no abundan los restaurantes en el pueblo. Apenas uno pisa la zona del balneario entiende por qué: la mayoría de los visitantes llega a pasar el día a orillas del río, desde ciudades cercanas, con mesas, sillas y heladeritas a cuestas. Así es poco probable que el lugar se transforme en un polo gastronómico.
Todos disfrutan de un balneario con espacios de sombra, pasto cortito y una barranca verde sobre la orilla de enfrente. El río Anisacate es uno de los más caudalosos de la provincia y se caracteriza por sus aguas limpias. Cuando llegamos hasta la parte profunda, nos sorprende un silbatazo. Dos guardavidas parecidos entre sí, con estilo Harvey Keitel e idénticos shorts colorados, le llaman la atención a una familia que intenta cruzar hasta la costa de enfrente con sus niños (y la heladerita) en brazos. Los fines de semana se vuelven agitados para ambos socorristas. Si bien es un río tranquilo, su cauce se encajona en algunos tramos y puede ser traicionero.
El dueño de la hostería, Leandro, nos recomienda para la tarde ir por un sendero, río abajo, hasta una playa más desolada. Gran dato. El camino empieza junto a La Pérgola (otra hostería) y alcanza un pozón conocido como la curva. Desde ahí, por un banco de arena y con el agua hasta la cintura, cruzamos los 20 metros de ancho del río -en este sector, muy amplio- y nos metemos por una picada entre matorrales, hasta la mejor playa de la zona. Ahí se disfruta no sólo del río, sino también de un paisaje de praderas, con casas del barrio Belgrano despedigadas por la colina.
Será la playa preferida para los días que siguen. También iremos a divertilandia , como Leandro solía llamar con sus amigos a un sector con remolinos, 500 metros río arriba, cuando era adolescente. Con su familia llegaba desde la ciudad de Córdoba a pasar muchos fines de semana y veraneos. La Serranita los sedujo tanto que construyeron la hostería (Soles Blancos), para quedarse cada vez más tiempo. Inspirada en la obra de Páez Vilaró, es una símil Casa Pueblo en el medio de las sierras. En su quincho pasamos las nochecitas, rodeados de verde y con abrigo liviano, ya sin el murmullo que llega desde el balneario en las horas de calor.

Cercanías muy atractivas
Si uno decide venir en ómnibus, lo ideal es viajar (¡directo!) hasta Alta Gracia, a 15 kilómetros de La Serranita. Ambos puntos se pueden unir con un ómnibus local, que ingresa al pueblo varias veces por día. Claro que en auto es la manera ideal, sobre todo para hacer las compras en algún supermercado de la zona (hay uno en La Bolsa, a 2 km) y recorrer otros pueblos en los alrededores. Uno de ellos es La Paisanita.
El acceso desde la RP 5 es por un camino bastante derruido, que vale la pena atravesar para conocer uno de los mejores balnearios de la zona. Estacionamos en la calle -la única-, pero igual pagamos estacionamiento ($20). “Es una ordenanza municipal, como en todos los pueblos de por aquí”, explica una mujer con las uñas más extravagantes del mundo, mientras toma nota de la matrícula intentando no romperlas.
En la playa con piedras y arena sobresale el símbolo de la comarca: el Hongo. Es una estructura de cemento sobre una gran roca, con escalinatas que llegan hasta un mirador. El Hongo divide dos sectores diferentes del río: uno, ideal para niños, con un piletón natural de hasta un metro de profundidad; el otro, un espacio con zonas profundas.
La Paisanita tiene menos de veinte pobladores; la mayor parte de las casas son de fin de semana. Solía llegar mucho más turismo en verano, aunque su temporada más agitada fue un invierno lejano, durante el rodaje de Nazareno Cruz y el lobo. Nadie en la zona quiso perderse la filmación. “A mi hostería venían por las noches a tomar unos tragos, pero el equipo se hospedó en dos hoteles que ya no existen”, cuenta Mirtha, cuyo perro negro de entonces actuó de lobo en la película más vista en la historia del cine nacional.ß

Alpa Corral, la comarca del sur para un cuento de verano
Florencia Ortiz
ALPA CORRAL.- Rivendel estaba allí. Ésa fue la primera imagen que apareció al bajar al río. Sí, Rivendel, el valle que imaginó J.R.R Tolkien para el universo fantástico de El Señor de los Anillos . Montañas de piedras, un río que las atraviesa, y todo rodeado de una extensa vegetación ancestral. Ese lugar, que remonta a la ficción, existe y se llama Alpa Corral.
Pueblo que forma parte de las sierras del sur de Córdoba, ubicado a 193 kilómetros de la capital provincial y a 630 de Buenos Aires, sus pobladores lo llaman el “valle de ensueños”, un lugar al que muchos eligen sobretodo por su tranquilidad y belleza natural.
Alpa Corral, que en quechua significa “corral de tierra”, es la típica villa serrana que mantiene sus calles sin asfaltar y en la que se puede ver a los lugareños recorrerlas con sus caballos y sulkies. Son cerca de 1100 las personas que viven allí durante todo el año, y unas 8000 las que van durante el verano.
“Es un destino que elijo cuando cuento con pocos días y la idea es desconectarse, literalmente hablando. Me impactó desde el momento que lo conocí y me sigo sorprendiendo por lo estrictamente natural de su entorno”, cuenta Walter Rossi, un santafecino que desde hace siete años conoce el lugar y ya reservó una cabaña para ir con su familia en febrero.
El río, que se adueña del pueblo, es el río Las Barrancas y es un constante compañero de aventuras. Una de las típicas caminatas a realizar es la que partiendo del Puente Colgante (ícono del lugar), y tras recorrer 5 kilómetros, se llega a la Unión de los Ríos, lugar en el confluyen los ríos El Talita y Las Moras. Para aquellos con menos espíritu aventurero, a no desesperar que en el trayecto hay varios puntos ideales para descansar, refrescarse en el agua y llevarse lindos recuerdos en la cámara de fotos.
“No pierde las características de vida serrana. Sus calles son arboladas y de tierra. Este tipo de lugar ya casi no se encuentra en la provincia. Por eso la gente de Buenos Aires, Rosario o de Córdoba capital viene para acá. Porque encuentra la tranqu ilidad que busca”, explica Javier Ferniot, presidente de la Cámara de Turismo y Comercio de Alpa Corral, quien además cuenta que el pueblo es el tercer lugar de pesca sustentable de la provincia de Córdoba y donde se puede pescar salmón encerrado y trucha marrón.
Además de las caminatas, los visitantes pueden elegir entre hacer cabalgatas, tirolesa, excursiones en 4 x 4, puenting, escalar el Cerro Blanco, ir a Los Pinares y visitar la Capilla de Hambaré, que tiene el nombre de la estancia que estaba en el lugar. En abril de 1997, un grupo de jóvenes contó que vio en una de sus ventanas la imagen de la Virgen. Desde ese día, muchos fieles visitan la Capilla buscando encontrarla.
Para otro tipo de feligreses, el Puente Colgante que se inauguró en 1979, es hoy uno de los pocos lugares en los que se puede practicar puenting con una caída libre de más de 45 metros.
“Mucha gente viene y pregunta por espectáculos de teatro o cine, y eso sí que no hay. Entonces, se quedan dos días y se van, pero el que viene en busca de tranquilidad, la encuentra. Incluso hay gente que vino de vacaciones y se quedó a vivir”, cuenta Rodrigo Oviedo, coordinador de la oficina local de Información Turística.
En medio de las Sierras de los Comechingones, los que visiten esta ” vedette del Sur”, deberán tener en cuenta que en el pueblo no hay banco ni cajeros, y son muy pocos los comercios que trabajan con tarjetas.

Villa Berna, con aires alpinos
VILLA BERNA.- Dos pueblos cordobeses tienen nombres suizos: Villa Berna y Ticino. Pero solo el primero puede jactarse de cierta semejanza con el país alpino. Se encuentra al pie del cerro Champaquí, a 1350 metros de altura. Sus escasas casas se esconden bajo grandes arboles y en invierno no es raro que sus techos estén tapados por la nieve. Es una verdadera postal suiza en la provincia más céntrica del país.
Su población apenas supera el centenar de personas, pero crece lentamente desde que la villa fue creada en 1942 por la apicultora suiza Margarita Kellenberg. Se accede a Villa Berna por el camino que va de Villa General Belgrano a La Cumbrecita, dos poblaciones turísticas al pie de las Sierras Grandes que tienen una fuerte impronta alpina y germánica.
Villa Berna es ideal para caminatas y paseos en bici o a caballo por los bosques y a lo largo de los dos ríos de la zona: el del Medio y el de los Reartes. Se pueden avistar y sacar fotos de muchas especies de aves. Con más paciencia o suerte, se ven zorros y liebres.
En la villa hay varias cabañas, hoteles y hosterías, casas de té y artesanos. También, una capilla muy sencilla. La postal más habitual para llevarse es una foto al lado de sus carteles con un oso. Es una alusión directa al símbolo de la capital suiza (cuyo nombre viene del alemán bär).
No muy lejos hay otro pueblo que presenta el mismo aspecto montañés. Es Villa Alpina, con un puñado de casas y senderos para caminatas y trekking, hacia la cumbre del Champaquí.
LA NACION