El espanto ante Romney empujó la reelección de Obama

El espanto ante Romney empujó la reelección de Obama

Por Ernesto Semán
“¡Cuatro años más!” Dependiendo del tono, la consigna con la que un presidente de los Estados Unidos va por su reelección puede ser un grito de guerra o un signo de pesada resignación. “¡Cuatro años más!” Ambos sentimientos, y todos los intermedios, estuvieron anoche en la elección que le dio a Barack Obama un nuevo mandato presidencial. Algo lejos del entusiasmo que generó en el 2008, la energía de sus millones de seguidores fue la necesidad de frenar a cualquier costo el ascenso del Partido Republicano. No tan sólo por derrotar a su candidato Mitt Romney –un conservador levemente moderado, con mucho dinero y escasísimas dotes políticas–, sino sobre todo por frenar al fanatismo con el que su partido abrazó las ideas de ultraderecha y la efectividad con la que acumuló consenso en torno de ellas.
Hacia la medianoche de Nueva York, Obama se imponía cómodamente en el Colegio Electoral con 280 electores (10 más de los necesarios). El presidente no sólo retenía Ohio y Wisconsin (estados que estaban en disputa), sino que los demócratas consolidaban su mayoría en el Senado. Sin embargo, hasta ese momento Romney se imponía en el voto popular, una tendencia que podría revertirse o reducirse con el total de los votos del estado de California. Pero tanto las cadenas de televisión como los propios candidatos dieron la elección por definida cuando se conoció el triunfo de Obama en Ohio: desde 1968, nadie llegó a la presidencia sin ganar en este estado.
Aunque más de un treinta por ciento de los votos fueron emitidos por anticipado en los días anteriores, el día de ayer estuvo plagado de irregularidades, sobre todo en aquellos estados más disputados. A lo largo del año, abogados de organizaciones mayormente demócratas trataron de frenar las distintas iniciativas tendientes a limitar el voto en estados clave como Florida u Ohio. Pero más allá de las múltiples trabas e incentivos para no votar durante el año, las dificultades para participar de la elección y los problemas para corroborar que la votación se hacía regularmente se multiplicaron durante toda la jornada. En Pennsylvania, cuando un votante tocaba la tecla de Obama y la máquina electrónica marcaba Romney (a diferencia de otros países con voto electrónico, desde Estonia hasta Venezuela, donde el ciudadano se lleva un “ticket” con su voto y lo deposita en la urna, en Estados Unidos, no hay ningún control sobre el voto electrónico por fuera de la máquina) no había manera de revertirlo. En Ohio, las colas en ciudades marcadamente demócratas como Cincinnatti superaban las tres cuadras, con muchos votantes desistiendo después de horas de espera. En Florida, dirigentes republicanos reprodujeron los plebiscitos locales al infinito con el objetivo de complicar el día de votación. En algunos condados, los votantes debían decidir sobre trece plebiscitos además de la elección presidencial, multiplicando el tiempo de espera hasta tornarlo inmanejable.
Como mejor ejemplo de este masivo proceso de exclusión política está el estado de Florida. Obama ganaba anoche en ese estado por un margen ínfimo (menos de 0,5 por ciento con el 92 por ciento de los votos escrutados). Pero el resultado llega después de que cerca de un millón y medio de personas fueron excluidas del proceso electoral a través de diversas medidas destinadas a limitar la posibilidad de registrarse y de votar de sectores negros, pobres e hispanos inclinados mayoritariamente hacia el Partido Demócrata. Si algo muestra este estado del sur, es que el apoyo a Obama es ampliamente mayor que el que muestran los números de la elección (ver recuadro).
A nivel nacional, el resultado preliminar hacia la medianoche de ayer mostraba lo que indicaban antes muchas de las encuestas. Obama ganó, pero con algo menos de votos y bastante menos entusiasmo que hace cuatro años. Su segundo mandato no tendrá la presión por la reelección que tenía el primero, pero tampoco tendrá detrás el tipo de fervor que lo hizo sobreponerse, incluso, a la maquinaria de su propio partido. Buena parte del resultado se explica en la movilización demócrata para frenar a Romney más que en la expectativa puesta en el presidente reelecto. Aunque la economía muestra ahora signos consistentes de recuperación tardía, Obama triunfó, en más de un aspecto, a pesar de su gestión. Aunque la economía muestra recién ahora signos de recuperación, el crecimiento que apenas orilla el 2 por ciento, una desocupación que merodea el 8 por ciento pero que agregada a empleos extremadamente precarios y a quienes abandonaron la búsqueda de empleo es mucho mayor. Medido con el sistema que se utiliza en Francia, el desempleo norteamericano orilla el 20 por ciento.
Buena parte de esta coyuntura es herencia de la crisis heredada de la administración anterior. Pero otra buena parte es derivada de las dificultades que encontró Obama para confrontar a los republicanos y su disposición a buscar fórmulas negociadas frente a un adversario montado en una cruzada que iba mucho más allá de su presidencia. Un paquete de estímulo a la economía un 40 por ciento más chico que el que los economistas creían imprescindible, una política de inmigración que, en lugar de regularizar a los indocumentados, generó la mayor cantidad de deportaciones de las últimas décadas y la expansión de programas de eliminación de presuntos terroristas en el exterior, sin juicio previo e incluyendo a ciudadanos americanos son apenas una muestra de las consecuencias de una forma de hacer política que va mucho más allá del estilo.
Romney, con pasado relativamente moderado, representó a un partido cada vez más sólidamente articulado alrededor de un núcleo duro de ideas de la extrema derecha, expresadas sobre todo por el Tea Party, alrededor de la defensa irrestricta de la libertad individual, el desmantelamiento del Estado de bienestar, la primacía de los derechos de propiedad y la noción de concentrar las funciones del Estado federal en defender la seguridad nacional. La irrupción del Tea Party produjo cambios radicales y paradójicos en la política norteamericana. Por un lado, logró canalizar el apoyo a los republicanos de potentados millonarios de ultraderecha, beneficiados con la decisión de la Corte que permitió un gasto ilimitado en las campañas bajo el argumento de defender la libertad de expresión. Pero, al mismo tiempo, el Tea Party movilizó una base de militantes y activistas de derecha que el Partido Republicano no tenía desde hacía varias décadas (su base natural había sido la red de activistas de la Iglesia evangélica, que esta vez mostraron poco entusiasmo por el candidato republicano, de origen mormón). A su vez, esa base enérgica de extrema derecha logró imponer candidatos republicanos que luego tuvieron enorme dificultades para capturar votos por fuera de su núcleo duro. En el 2010, la figura paradigmática había sido Christine O’Donnell, la candidata a senadora del Tea Party por Pennsylvania, que logró galvanizar a su base política, pero perdió la elección general por 13 puntos.
En la elección de anoche, la inclinación hacia la extrema derecha le costó cantidades descomunales de votos. La demócrata Elizabeth Warren se impuso cómoda en Massachussets y los demócratas en Indiana también derrotaron a Richard Mourdock, uno de los varios candidatos republicanos que pusieron en duda la criminalidad de los actos de violación y negaron bajo cualquier condición la legalización del aborto. Cerca de la medianoche, los republicanos seguían perdiendo terreno en un Senado que será definitivamente demócrata. Algunos de estos cambios son inmotivados, pero no caprichosos: sin el Tea Party, el Partido Republicano no hubiera tenido el resurgimiento racista y movilizante que vive desde el 2008. Pero sin el Tea Party, probablemente, los republicanos tendrían el control del Senado y estarían más cerca de ganar la elección general.
Entre los votantes liberales que más se entusiasmaron con Obama en 2008, el 2012 tampoco fue un gran año. Es un universo heterogéneo y la mirada desde el borde ayuda a desentrañarlo. Martín Plot, un argentino que desde hace dos décadas estudia la política norteamericana con la frescura del observador y la agudeza de quien está inmerso, autor de Indivisible: Democracia y Terror de Bush a Obama, decía ayer desde Los Angeles, California: “Para un americano nativo, es una obviedad que hay que votar a Obama y desear que gane; es el único de los dos que no se propone casi explícitamente destruirlo todo. Pero para un ciudadano del mundo en el que sobrevuelan los drones y en el que sólo una persona decide si se realiza una ejecución sumaria o no, la opción ya no parece tan evidente”. Aunque no se conocen, el mejor ejemplo del votante descripto por Plot era Dylan Yeats que, ayer, cerca de la medianoche, en un bar frente al Centro de detención de Brooklyn, confesaba: “No veo la hora de que llegue mañana para poder odiarlo con total libertad por haberse convertido en el responsable de miles de asesinatos en todo el mundo”. En la prisión frente al bar, donde un 90 por ciento de la población es negra e hispana, el silencio era total hasta las 11.35, cuando las cadenas de televisión anunciaron el resultado. En ese momento, estalló un estruendo de cacerolas y gritos que durante más de cinco minutos, según se escuchó desde la calle, celebró el segundo triunfo de Barack Obama.
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