Historia y leyenda de gauchos en el delta del Paraná

Historia y leyenda de gauchos en el delta del Paraná

Por Oche Califa
Tan cerca y tan lejos. Así podría calificarse la realidad del delta del Paraná durante un siglo, al menos. Porque todo indica que en buena parte de nuestra historia las sociedades urbanas -con Buenos Aires a la cabeza- parecieron ignorar su existencia.
Esto no tendría nada de especialmente raro si no fuera que las islas ya proveían abundantes y variadas materias primas: madera, leña, carbón, frutas, pieles, etcétera.
La responsabilidad de esa producción correspondía a habitantes isleños (o isleros, como se les suele decir). Sin embargo, los que entre esa población se conocían en la ciudad eran exclusivamente aquellos dignos del relato policial y la leyenda aventurera. Porque es verdad que el delta -que por entonces se conocía como región del Carapachay- constituía eficaz refugio para quienes tenían problemas con la ley. Resultaba una suerte de “país de los matreros” o “matrería”, al igual que la selva de Montiel, en el centro de Entre Ríos, y los montes del Tordillo, cerca de la costa atlántica bonaerense.
Se los tenía por gauchos y lo eran en todos sus aspectos, salvo que casi habían dejado de ser jinetes para convertirse en canoeros. Aunque el caballo no se había desdeñado del todo, al menos si se repara en una afirmación de Domingo Faustino Sarmiento, que dijo haber visto, en más de una oportunidad, un pingo haciendo de tirador náutico de una chalana.
Antes hubo otros testimonios de isleños. Los británicos hermanos Robertson dieron cuenta de carboneros, en interesante descripción: “Eran sujetos de apariencia feroz; el chiripá, largo hasta la rodilla, dejaba al descubierto sus piernas tostadas y musculosas, y llevaban un poncho sobre los hombros; las caras ennegrecidas por el carbón y las copiosas y negras barbas, patillas y bigotes acentuaban la fiereza de su aspecto. Los hornos de carbón, al arrojar un resplandor rojizo sobre aquellas salvajes figuras, dábanles apariencias de asesinos”. Pero era sólo eso, apariencia, ya que se trataba de trabajadores que vivían con sus familias, como explican más adelante.
Corresponde a Marcos Sastre haber provocado la primera atención sobre el delta, con su exitoso libro El Tempe Argentino , publicado en 1858. La segunda, a Sarmiento, con notas en periódicos y una acción política para promover el desarrollo económico del actual Tigre.
Así, a partir de 1870 se reprodujeron establecimientos de explotación maderera, del mimbre, la totora y las frutas (al extremo de que por esos años ya se exportaban duraznos del delta a Río de Janeiro) y aumentó una mano de obra trabajadora isleña, que según Santiago Albarracín estaba bien paga, lo que seguramente tenía que ver con el conocimiento y destreza en los diferentes oficios.
Pero los isleños de actividad independiente y autosuficiente siguieron existiendo, como bien los mostró la película Los isleros , dirigida por Lucas Demare en 1951. Eran pescadores, cazadores de carpinchos, lobitos de río, coipos y hasta yaguaretés (que hubo hasta principios del siglo XX), hacheros, junqueros, etcétera.
Aún sobreviven algunos así, sobre todo en las islas del delta superior y medio, combinando esas actividades con la ganadera. Sostienen una vida rústica y sacrificada, que da testimonio de un pasado que fue instructor de saberes todavía imprescindibles.
LA NACION