La lenta administración del olvido

La lenta administración del olvido

 

Por Federico Delgado
Los procesos judiciales por hechos de corrupción son eternos. Es raro que terminen mediante un juicio que declare culpables o inocentes a los acusados. En general, la sociedad civil olvida los casos porque ingresan en un limbo judicial que termina en la prescripción; es decir, en la imposibilidad de juzgarlos por el paso del tiempo. Las consecuencias para el imaginario colectivo son dramáticas, porque la justicia no llega y la ley no se cumple. Si no se cumple, ¿para qué respetarla? La impunidad desplaza al sistema judicial de su función primordial de dar a cada uno lo suyo, hacia la administración del olvido.
Los expertos brindan muchas razones para explicar ese fenómeno. Tomo dos de ellas. Por un lado, la práctica de los actores judiciales que tienden a olvidarse de las personas y aplican la ley de un modo abstracto que el ciudadano inexperto no comprende. Por el otro, fallas estructurales del sistema legal relacionadas con la obligación de rendir cuentas. A modo de ejemplo pueden servir dos causas que ocuparon lugares centrales en la agenda pública: la caída del ex Banco Patricios y los sobornos en el Senado.
La causa del ex Banco Patricios se inició el 26 de febrero de 1998 y el 23 de mayo de 2005 estaban dadas las condiciones para realizar el juicio oral sobre una parte del proceso. Sin embargo, nunca empezó. Actualmente, los jueces del Tribunal Oral Federal N° 3 están declarando la prescripción. Aunque la caída de un banco es un hecho complejo, también es complicado explicar por qué en siete años no se pudo hacer el juicio. La causa de los sobornos en el senado se remonta a abril de 2000. Se inició el 22 de agosto de ese año y el 6 de septiembre de 2007 gran parte de ella estaba lista para que empezara el juicio oral. Pero recién comenzó el 12 de agosto de 2012. ¿Qué pasó? La trascendencia de esa causa explica parte de su zigzagueante trámite. Aunque hay algunos síntomas que vuelven más inexplicable la demora: en diciembre de 2003 uno de los involucrados confesó su participación y aún no fue juzgado.
Pese a que los casos van a terminar de modo diferente -el primero sin y el otro con juicio-, ambos exhiben las mismas fallas. En efecto, muestran la desidia de los jueces que se limitan a aplicar la ley cuando lo que deberían hacer es administrar los procesos, separar la paja del trigo, es decir, definir qué pedidos de las partes tienen que permitir y cuáles no. Este rasgo cultural del sistema judicial se exterioriza a través de la costumbre de aplicar fórmulas legales de una manera abstracta. Por ejemplo, basta que un abogado invoque que se violó una garantía constitucional para que los jueces inicien un trámite específico sin cotejar si el pedido tiene “color” o es un invento. Max Weber denominaba peyorativamente a este tipo de prácticas diletantismo. Así, el sistema judicial se transforma en una suerte de pared en la que rebotan las pelotas que patean los acusados. Entre pique y pique el tiempo pasa y la impunidad reina. El resultado es conocido: la ley rige formalmente pero no se cumple. El incentivo de esa dinámica para el ciudadano es dramático, porque es factible que se represente como estrategia más conveniente violar la ley antes que cumplirla. Ese terreno es la fértil llanura en la que crece la anomia, y la responsabilidad es de los sujetos. Hegel advertía que las instituciones no son más que la puesta en movimiento de la sociedad civil.
De todas maneras la ley tiene sus fallas. Los juicios en el nivel nacional se dividen en dos tramos. La fase de recolección de pruebas, que lleva adelante el juez de instrucción, y la de juicio oral a cargo de los tribunales orales. El juez de instrucción es una de las personas que más poder tienen en un Estado de Derecho (puede invadir domicilios, propiedad, encarcelar). Su trabajo es arduo porque tiene que recrear con pruebas un hecho y enviarlo al tribunal de juicio. Sin embargo, esa labor, a priori más difícil, demoró menos en las dos causas analizadas. ¿Cuál es la razón? Es sencilla. Así como el juez de instrucción es todopoderoso, también es el más controlado. Lo vigilan el fiscal, los defensores y las víctimas. Todos pueden objetar sus decisiones, que son revisadas por los jueces de cámara que lo supervisan. Siempre rinde cuentas. Ese “diálogo” no está previsto en la ley en el caso de los demás tribunales. Las cámaras de apelaciones, los tribunales orales y la propia Corte Suprema no “hablan” con las partes. Se limitan a resolver recursos. No discuten la administración del proceso. Las dos causas tienen finales distintos, pero presentan los mismos problemas, porque la ley prevé mecanismos de rendición de cuentas sólo para el juez de instrucción: la fase que menos tardó (y en la que gran parte de la demora obedeció al tiempo que tardó la cámara de apelaciones en revisar).
Una de las biblias del republicanismo es El f ederalista, un texto de James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, cuya obsesión era dotar a los incipientes Estados Unidos de Norteamérica de un gobierno fuerte y estable capaz de enfrentar los vientos de la fortuna. En muchos pasajes aluden a la necesidad de los controles recíprocos en el Estado. Dice Madison: “Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no sería necesario ningún control externo ni interno sobre el gobierno”. Y remató: “Al enmarcar un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres […] se debe permitir al gobierno controlar a los gobernados y después obligarlo a controlarse a sí mismo”.
El éxito de la administración de justicia y su credibilidad entre los ciudadanos son dimensiones que permanecen atadas al paso del tiempo. “Justicia lenta no es justicia”, repite la frase popular, y acuña una verdad, ya que el Estado se hace cargo de juzgar los delitos para evitar dos cosas: peleas de todos contra todos, que el más fuerte se imponga al más débil. La sentencia del juez debería ser el mensaje de paz del Estado a los conflictos de la sociedad civil. Un mensaje de paz anclado en una ley que es el resultado de la deliberación de los representantes del pueblo y que expresa la noción que esa sociedad construyó sobre lo que “está bien” y lo que “está mal”. Pero ese mensaje del Estado debe llegar rápido para que la sociedad lo perciba y reflexione. De lo contrario, se transforma en una mera formalidad que el paso del tiempo aleja de la idea de justicia y acerca a la impunidad, con el riesgo de fomentar así la resolución de los problemas por fuera de la ley y, en consecuencia, la desintegración de las relaciones sociales.
LA NACION